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Al ladrón barato

Álvaro Villar

Milagro (Navarra), 24 de abril de 2023

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Uno entiende España evitando sus peajes. A mediados del siglo pasado el Seat 600 se coló en los hogares familiares del proletariado español y lo motorizó. Lo convirtió en propietario de su espacio y de su tiempo. Al menos durante el bálsamo anual asegurado por el fordismo ibérico, a saber, las vacaciones pagadas. En ese tiempo, surgían también los ambientadores de pino, las fundas de volante marrón cuero y una clase media veloz, en ascenso, que por primera vez en la historia tenía los medios para recorrer el rectángulo peninsular en busca de arena caliente. O también en busca de la raíz olvidadiza, dejada encima del mantel de hule bordado para ser recogido la semana de fiestas patronales del pueblo. Sí, alguna gente, aparte de coche, estudios e hipoteca, también tenía pueblo. Eran viajes de ida y vuelta que bordeaban municipios de nombre compuesto, algunos de ellos surgidos de la nada y en mitad de la nada, como los poblados del Instituto Nacional de Colonización. Hablo de rutas que se metían y se meten en la cabeza por repetición, que permiten sacar los pies  para estirar las piernas de vez en cuando. Y de paso: tomar un refresco, y de paso: compran pan de pueblo —porque en la ciudad no hay pan—, y de paso: tropezarte con alguien que te mire de refilón mientras haces las dos otras cosas. Todo de paso. Son, como decía al principio, caminos poco intencionados o nada intencionados. Que descubres tras intentar salvar los euros que cuesta poder ir hora y pico a 120, en autopistas de sentido único, entre paredes de ciprés agrisado; ser agarrado tiene su audacia.

Ni el Mississippi de T.S. Eliot, ni el Duero de Machado, nada de eso, queridos. La pasarela imaginaria que vertebra este país nuestro tiene los laterales llenos de polvo, tiene pegotes de brea en los tramos más deprimidos y se llama carretera secundaria. Lo de nuestro es una forma de hablar, probablemente no sea ni tuyo ni mío. Probablemente nosotros seamos una parte más de este paisaje sol y sombra queramos o no, aunque pasemos rápido. Como lo son las cunetas umbrías, pateadas ocho décadas seguidas sin ser abiertas, y como lo son también los puticlubs comarcales que se amontonan a las afueras de los pueblos, los que plantan palmeras de neón en la España de secarral, de los trasvases y los regadíos. Soletes fluor y sombras negras, ya digo.

Cuando pasas con el coche por la N-134, a la altura de un pueblo, digamos que se llama Milagro, te sientes inevitablemente interpelado. Su campo te habla desde el otro lado de la carretera, te increpa cariñosamente a ti, que pasas sin mirar, con advertencias de todo tipo en un dialecto universal a todas las lenguas; la amenaza escatológica. Aparecen cuatro carteles que salen de la tierra como salen las cosas en las parcelas, torcidas y firmes, en los que se advierte que robar verdura tiene consecuencias, también torcidas y firmes. La primera y la peor de todas ellas es saberse un cutre redomado. Es triste pedir, pero más triste es no dar y más triste aún es ser un mezquino sin remedio que quita cardos a su vecino, como se imaginará el lector. El campillo en cuestión no tiene ni vallas ni lindes firmes, tan solo un parapeto enchabolao a mano, donde se acumulan neumáticos, plásticos y más plásticos, empalmes y más empalmes y, sobre todo, el elemento arquitectónico imprescindible en toda vida provisional; el pallet. Esta falta de límites hace que uno no sepa con seguridad si el escritor —obviemos que también es el dueño— habla en serio o en el fondo solo quiere ganarse la simpatía de aquel que pasara por ahí con intenciones oscuras, y con ello quizás también su compasión. Mejor hacer caso a las advertencias por si acaso; ser agarrado implica no arriesgarse.

Era 1988 cuando Gayatri Spivak, una académica de origen indio hasta entonces desconocida, escribió un artículo titulado Can the subaltern speak? De primeras la propia formulación parecía responderse a sí misma:

  • Sí, Gayatri, aquí estamos. Tú hablas y ellos, es decir, el auditorio planetario —o sea, Estados Unidos— te escucha. Y se cura de pecado, y te cita y te vuelve a citar una y otra vez. Lo hace de hecho cada vez que se abre un jardín —como el de la foto o como este mismo— en cualquier escrito académico.

Pero no es así de simple. El texto en realidad buscaba pensar la ironía que supone ser alguien procedente de un país colonizado y pensarse a sí mismo en tono liberador, con el lenguaje de la misma academia que en otro tiempo apuntaló el sometimiento de tus iguales. La idea se coló en las facultades de humanidades de todo el planeta —o sea, Estados Unidos— agitando campus y visibilizando portavoces dolidos. Como la universidad es un entorno sensible a las paradojas morales, seguro que a raíz de este tipo de debates surgirían algunas que otras preguntas, no menos complejas, que rondarían hasta nuestros días por los pasillos de los departamentos de cultural studies de todos los campus conocidos, por ejemplo; ¿cómo transformar el abuso y la dominación en contratos fijos y honorarios? o ¿puede el subalterno tener un Land Rover y la casa pagada? Cuesta imaginar lo duro que será sentarte a teclear delante del ordenador y sentir en cada yema de los dedos el peso de los siglos, de los antepasados, de cada vida segada por un sistema glotón, que habla en inglés fluido y que limpia sus vergüenzas fundando talleres de postgrado con aperitivo incluido. Un brunch de picatostes untados en Baba Ganoush o vasitos de Kombucha fresca servidos a encargo por personas especiales, magníficas y educadas, subalternos en cuestión.

El propietario del huerto de la foto no puede ser un subalterno porque habla bien alto. Porque, de hecho, no se calla. Lo que ustedes ven son gritos que huelen a pinturas La Pajarita, transmisores de un mensaje de subsistencia amable: mire usted lo poco que tengo y hágame el favor de no tocar nada, por Dios. No me joda lo que no ha jodido una crisis financiera, una pandemia global y una guerra europea. Imagínese a la pobre Spivak parando un monovolumen alquilado en el breve arcén de la N-134, justo en frente de los carteles. Imagínese, también, al vecino-escritor, mirando igual de extrañado a la mujer y preguntándole, en el mismo idioma que los carteles, a ver si necesita ayuda con el coche. Haga un último esfuerzo, e imagínese a la profesora de Columbia atemorizada, perdiendo los nervios e intentando hacerse entender como buenamente puede, con gestos y con señas, con el google translate preparado para grabar todo lo que dice su interlocutor. Una voz como esta no sería fácil de traducir. Todavía no hay cátedras de huerto studies.El insulto, el juramento, es el tipo de palabra más cercana a la realidad y aquí la realidad está llena de piedras y cosas baratas, es lo más parecido a una carretera secundaria.