Álvaro Villar
Milagro (Navarra), 17 de abril de 2023
Milagro no es Texas. Pero podría ser. La única vez que fue Texas se llamaba Miracle y tenía forma de pueblo fortificado, sin pérdidas humanas, en mitad de un mundo ficticio atravesado por la desaparición masiva de personas, como ocurre en la segunda temporada de The leftovers. En la serie de HBO todo el mundo quería entrar porque, sencillamente, allí no pasaba nada. Al pasear por las afueras del Milagro real tampoco pasa gran cosa. Pasa el río Ebro a través de terrenos rotulados a los dos costados del regadío que le roba caudal. En esta parte del pueblo el mapa está hecho a escuadra y cartabón, y cada línea es un camino de tierra estrecho, lleno de polvo, en el que caben justos dos coches, porque aquí los coches son grandes y tienen tracción delantera y trasera. Las calzadas dibujan parcelas cultivadas, cubiertas por capas de plástico negro preñado de filas discontinuas en tonos verdes. De entre todas ellas está la de Ferrán, donde a estas alturas del año se ven espárragos, alcachofas, ajos verdes, brotes de cebollas, de lechuga, de vainas y matojos monstruosos, como de metro y medio, de las berzas y las coliflores que dio el invierno y que ahora son solo un enredo de protuberancias podridas. Al fondo, árboles frutales. Más al fondo, el cercado galvanizado y más al fondo aún, el final del jardín de la abundancia y el inicio de otro jardín, separado también por su cercado particular. Se llaman huertos pero en el fondo son tiestos un poco más grandes de lo normal, como la Europa del exministro Borrell o como la modernidad que antevino al holocausto de la que nos habló Bauman cuando Bauman pensaba la clase media arrebatada y no los liquidillos que quedaron de ella. El reflujo.
Hay por todas partes casetas de ladrillo lucidas con capas de cemento granulado. O más bien quedan casetas, porque la normativa actual impide levantar edificios nuevos: se heredan, se venden, se remodelan, pero no se hacen nuevas. La gente se las apaña porque hecha la ley hecha la trampa y anexo al rectángulo ves picardías estructurales y apaños de autor. Hierros empalmados con otros hierros, atornillados a otros hierros, que a su vez forman parte de más hierros, con los que se levantan tejados de poliuretano y se entretejen bidones industriales azul opaco, que sirven para almacenar litros de agua de lluvia y de río. Ferrán te dice que son azules para evitar que entre el Sol y crie algas. Aquí el único que cría cosas es él. No se recuerda ninguna sequía en el pueblo sino todo lo contrario, hay desbordamientos estacionales que echan a perder cosechas familiares, pero los bidones están ahí por si acaso. Estos detalles forman parte de un ambiente de provisionalidad que se cuela por cada rincón que ojeas cuando paseas a lo largo y ancho de este entramado de basements exhumados. El por si acaso no lo jode nadie y nadie jode al por si acaso: esa es la máxima sobre la que se levantan todas y cada una de las construcciones que se pueden ver en el paisaje de huertos al borde del Milagro español, con mayúscula. Como si el huerto fuera un equivalente funcional del bunker o del jardín trasero del preparacionismo tejano, pero deslocalizado varios cientos de metros de la vivienda familiar. Al final parece que sí pasan cosas.
A estas alturas se preguntará el lector que dónde está Milagro, a lo que tú le contestarás que en España. Pero podría ser que en Euskal Herria, o quizás en la España de Euskal Herria. En eso que se llama La Ribera de Navarra, en una zona interior alejada 130 kilómetros en línea recta de Francia, el confín más próximo. Aquí solo se habla español del vehemente, casi gritado y se hace en voz tan alta que no deja hueco para otra lengua cooficial. Los vecinos se conocen las caras, los problemas —los que se ven y los que no—, la gente se llama por su nombre, que no es su nombre sino su apodo, que no es su apodo sino el que probablemente heredó de su padre o de su abuelo, siempre en línea de herencia por parentesco paterno; como las casetas de campo. Milagro es meseta. Hay, sin embargo, algo de frontera por todas partes. Vallas, púas, alambre de espino, escuadras soldadas a mano e incluso —y aquí de nuevo Texas y las ficciones reales— cámaras con circuito de vigilancia cerrado para vigilar de cerca todo lo anterior. Eso pone en el cartel y así te lo explica Ferrán —el de la foto— mientras sujeta su caniche rizado con abriguillo de plumas. Y podrías pensar: aquí no llega el tendido eléctrico ni la luz, de hecho, hay vallas porque no hay luz. Y entonces piensas: no es de plumas, es de lana. Y acabas pensando: en Gran Torino no salía un caniche sino un labrador, el mismo labrador que acompaña a Eastwood en la realidad, fuera de rodaje. Da igual. El campo milagrés es, en definitiva, un lugar donde la clase media rural parece ficcionar el control sobre sí misma después de haber pasado media vida en el alambre, o bastante más de la mitad si comparamos los años cotizados con los años que llevan en este mundo. Aquí no hay futuro, pero no al estilo no-future de los Sex Pistols, todo lo contrario… aquí no hay futuro por hacer porque el futuro ya está hecho, ya se hizo, y ahora mira cómo crece la tierra y ahora mira qué espárragos y ahora estudia mucho hijo mío, tú que vienes de la universidad. Estudia, de hecho, estudiad todos los hermanos, todos los primos y al final que trabaje Ritala cantadora (sic). En realidad, nunca he estado en Texas, aunque ese no es el tema importante.
Cuando llegué a la facultad de sociología recuerdo que vino un señor de unos sesenta años a hablarnos de la otredad, citando a un fulano llamado Schütz del que no he vuelto a oír hablar. El tipo proponía pensar situaciones de rechazo a los migrantes a través de una escala de personajes indeseables, como si fuera el muestrario de colores de una marca de pintura plástica que va desde el negro —el monstruo, lo más temido—, hasta el color carne —el forastero, el sí cotiza y no molesta que se quede—. No sé en qué barrio vivía Schütz y sus intérpretes, quizás sea un barrio solo de sociólogos, pero aplicar estos esquemas en Milagro, seguro que de forma muy bien intencionada, no sirve para nada. En el campo —el rural, entiéndase— no encuentras forastero, ni extranjero, ni extraño, ni tampoco monstruo. Aquí encuentras el forastero, el extraño o el extranjero, existe un régimen de visibilidad consistente en bautizarlo todo con artículos definidos.
Es así cuando hablamos de personas de fuera:
El moro es un vecino que viene de Marruecos.
Cuando se trata de un nombre propio:
El Ferrán y la Julia son marido y mujer.
E incluso cuando es un nombre propio propio, es decir, de un apodo:
El Moro es el hijo mayor de una familia de vecinos de toda la vida conocida como los Moricos.
Por eso en Milagro, el otro casi siempre es vecino o, si acaso, primero se le convierte en vecino, se le pone nombre y después se le odia si fuera necesario. Nada, un poco o mucho, lo que el resto de vecinos consideren.
Antes he comentado que solo se habla español y no es verdad, Ferrán dice muga muchas veces para explicarte dónde empieza y acaba su terreno. Muga en euskera significa límite y esto no es ninguna licencia que me tomo cuando escribo esto, en realidad es de las pocas palabras vascas que gotearon al lenguaje cotidiano del lugar y ya está. Suficiente, hasta aquí las paradojas regionales. Hablas con el hombre mientras desenreda —desenredáis— los recortes de trenzado que le sobraron cuando hizo el cerramiento de la plantación, poco después de comprar las tierras, hace ahora 4 o 5 años. Lo guarda, ya sabes, just in case, porque quién sabe cuándo lo va a necesitar. De hecho, lo necesita ya. Te cuenta que cuando adquirió la propiedad había un ligero desfase entre el catastro municipal y la superficie real, que es un terreno acabado en punta y al haber estado hueco durante décadas los vecinos de los lados fueron recortando pequeños tramos cada año, conforme cosechaba cada temporada, menguando así la silueta el plano oficial. Falló la escuadra y el cartabón y por eso tu interlocutor corrigió el desfase el otro día recolocando el cercado y después se apresuró a llenar el hueco con tres tubos rellenos de tierra cubiertos de apeos de faena, formando un montoncito cuyo único fin es defender lo suyo —en plural, lo de su familia—. Se trata de su pequeño trocito numantino. Una esquina donde no cabe nada, que sigue yerma desde hace años en el jardín de la abundancia y que solo sirve para recordar que la linde es un ejercicio y no un hecho. Ni olvido ni perdón contra el invasor, pero el caso es que aún puede haber enemigos peores.
En Milagro la mala hierva siempre muere, y reaparece otra vez, para volver a morir y la clave del éxito tiene nombre propio con artículo determinado, como las personas, se llama el Rondún. Es un herbicida producido por Monsanto®, el que fuera principal productor del agente naranja que roció Vietnam a mediados del siglo pasado y también de los niños con durísimas malformaciones hereditarias que nacieron varias décadas después. Odiar a Monsanto creo que puede ser de los pocos lugres comunes que puede quedar en nuestros días. Con todo, o más bien a pesar de todo, el Rondún —o Round Up, como se debe escribir en Texas— lleva años acompañando el que hacer diario de los paisanos de Ferrán y del propio Ferrán. Para ellos es algo banal, como echar gasoil a la furgoneta que bajan al huerto o sacrificar los caracoles que se comen las hojas de las alubias y está bien que así sea. O en todo caso ni bien ni mal. El mal son las malas hiervas, es obvio, lo llevan en el nombre. El mal son, en todo caso, las personas que en verano dicen que van al pueblo porque tienen pueblo aunque no viven en el pueblo, los mismos que pretenden reordenarte los dilemas caprichosos del sistema productivo capitalista. Pero que trabaje Rita. Aquí Monsanto suena a parroquia y el Rondún se compra en la cooperativa de agricultores. No solo sirve para quemar la vegetación intrusa que asfixia las plantas sembradas a propósito, dejando a los días un rastro tono amarillo Saigón, sino que también es un disuasorio para todos aquellos ladronzuelos menudos que se asoman por la valla —a pesar de la cámara, del espino, de las puntas— y se plantean robar las verduras que asoman. Hasta el más hambriento de aquí sabe que en época de trata no se come.
Te despides de Ferrán y al otro lado de la carretera que corta los huertos encuentras otra parcela, cercada en cuesta, rodeando lo que hace solo un año era solo una caseta destartalada. La gente del pueblo dice que no tiene permiso y que aquí nadie hace nada porque ya hemos dicho que en Milagro nunca pasa nada. No es una ocupación o por lo menos no solo. Es un terruño colonizado en mitad de la civilización con caballería y todo. Es un espacio que parece haber sido tomado por alguien que ha entendido perfectamente que la clase media es una construcción —también social—, una estadística manoseada que va y viene en forma de sentir transversal a todas las clases sociales en realidad. Quizás le resulte al lector algo tendencioso comenzar el párrafo hablando de mala hierva justo debajo de una foto con la bandera del pueblo gitano hondeando a pleno sol, pero nada más lejos de la realidad. Lo cierto es que el vecino gitano también utiliza Rondún y no sobran botes huecos dejados como aviso por las inmediaciones del recinto. Utiliza todo lo que haga falta porque no tiene caballo para precisamente deslomarse él, arrancando a mano todos los pinchones que volverán a aparecer a la semana siguiente y porque a todo el mundo le gusta tener limpio su jardín. Es lo suyo.