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Autoconstrucción y clase media

Álvaro Villar

Bilbao, 8 de abril de 2023

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Masustegi apareció un día como aparece el liquen en los pedruscos. Es un barrio del sur de Bilbao que parece haber surgido porque sí, como si un día cualquiera, hace ahora 80 años, una familia de gallegos anónimos hubiera venido a montar su primera casa y desde entonces brotaran el resto de viviendas a modo de seta. El barrio se sitúa justo donde acaba la ciudad y empiezan las laderas del monte Kobetamendi, bajo una cantera, en un terreno adquirido por el industrial Miguel de la Vía con la idea de localizar a las familias de sus trabajadores, todos ellos provenientes de otras parte del país. El lugar comenzó a llenarse poco a poco de chabolas, que después se convirtieron en las casas con cimiento que se ven ahora, algunas incluso de varias plantas. No cuesta imaginarse a la gente de aquella época echándose a dormir y despertándose al día siguiente discutiendo si el tabique que tapa la ventana del comedor estaba ahí la noche anterior. El sitio tiene su aquél.

Nosotros aparecimos por ahí como aparecen los tourists. Sofocados tras subir las cuestas que separan el barrio de la llanura ordenada, e invadidos por el combo delatador de la cámara de fotos, el sudor y los mofletes rosas. Mirando nada y todo a la vez, mientras nos miraban a nosotros la poca gente que había por la calle en estas fechas del año —Viernes Santo—. Es imposible no sentirse un poco gilipollas cuando se muestra fascinación rondando un rincón tremendamente irrelevante para los vecinos actuales, como seguramente lo fue para sus padres e incluso para el abuelo gallego que puso el primer encofrado décadas atrás, cuando todo era barro. A veces sentirse gilipollas es sano, forma parte del análisis.

En el barrio apenas hay aceras porque las calles no existen o más bien son accidentes. Son pequeños surcos, sin nombre, surgidos entre las casas por pura casualidad y que conforman una travesía un poco absurda en la que a ratos uno no sabe si está allanando un rellano, la entrada a un corral o si se trata de un trozo de vía pública. Da la sensación de que en cualquier momento fuera a salir Clint Eastwood, en cualquiera de sus papeles, para dejarte claro dónde empieza el cerco y dónde acaba la gracia, como si importunases todo el rato a alguien. Esto no es Detroit y las casas no tienen sótano, ni porche, ni butaca, pero hay algo de aquello, del pioneer americano que levanta su casa clavando listones de madera o más bien de lo que fue la versión serial producida por el fordismo a mediados del siglo pasado, a saber, los vecindarios de clase media. Hay en cada esquina pequeñas ñapas, añadiduras improvisadas pero funcionales; barandillas de alambre, canales de pvc empalmados que salen al exterior, pegotes de cemento o verjas oxidadas, combinadas con las infraestructuras públicas dando a todo un aspecto ambiguo, como si bajo el manto de las últimas ordenanzas municipales prevaleciera cierto urbanismo granuja que recordara el momento fundacional. De pronto, Harry el Sucio interviene en el paseo.

Lo hace en forma de mujer de edad media vestida de negro, con la cara marcada, despeinada y visiblemente molesta, después de todo, Clint es un universal antropológico y aparece como quiere. Viene desde lejos, con dos bolsas del supermercado Dia llenas hasta arriba y cuando está casi a nuestra altura nos empieza a pedir cuentas por haber sacado una foto cerca de su portal. No entiende qué hacemos ahí y lo cierto es que si se lo hubiéramos intentado explicar de poco hubiera servido. Todo queda en tablas. Pasamos de largo hasta bordear la parte alta del barrio, desde donde podemos ver la panorámica del lugar, que se compone de tejados naranjas amontonados, a diferentes alturas y con antenas parabólicas asomando.

Apenas hay rastro del pasado minero; parecería que la cantera, en realidad, solo fue una excusa histórica, caducada, para plantar aquí este asentamiento maravilloso. Masustegi es, a su modo, una suerte de gated community irregular, como si se hubiera levantado sobre un camino de piedras sueltas. Gran parte de las casas tienen en la puerta carteles que anuncian la presencia de un perro grande o de alarmas con asistencia 24h. Es como si el poblado hubiera madurado en forma de urbanización, que deja ver escenas que combinan tatuajes tribales en forma de escorpión, ladrillos amarillos de chalet y el monovolumen aparcado en la puerta, en un mismo plano. Masustegi es, en sí mismo, el homenaje a una forma de vivir en el apaño inseparable de cualquier entorno popular, como si cada una de las casitas que se cumulan entre sus lindes fueran un monumento vivo a la España de las chapuzas sin permisos de obra y a las facturas de gremio sin el IVA pasado. Es, en definitiva, un ensayo de clase media dejada a la mitad, una clase media autoconstruida a trozos.