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Capas en Xochimilco

Gabriel Gatti

México, junio de 2022

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Es la segunda etapa de mi viaje a México de junio de 2022. Iba a CDMX ahora, con objetivos clásicamente académicos, el Congreso de CLACSO para hablar de nuevas formas de desaparición. Pero el viaje sirvió para algunos reencuentros, entre otros con Daniela, a la que, sabiendo que iba a visitar la ciudad le sugerí que buscásemos alguna situación ViDes en la que poder seguir experimentando con el trabajo en compañía, las diferencias entre las miradas de sociólogos y periodistas, la combinación de ambas, sea bajo forma de convivencia, sea de tensión, sea de colaboración. Eso. Entre esas diferencias y complementariedades está la rapidez (que no cultivamos, y bien está, en nuestro oficio), la agenda (que no necesitamos tanto) y la intuición (que se tramita de otro modo). Daniela abunda en las tres propiedades y cuando le pregunté qué podíamos hacer sugirió así, al toque, en rápidos guasapes, un montón de posibles refugios: espacios seguros para disidencias sexuales, refugios como El Caracol, que ya visitamos, parques zoológicos, jardines botánicos, refugios para animales mexicanos en vías de extinción.

Y un vivero. Este me hizo clic: unos chicos de barrio que habían armado un vivero de semillas originarias. Lo que entendí antes de ir era que en un barrio cercano a Xochimilco estaban recuperando flora local. No sonaba a refugio, pero sí: habría parque, recuperación, resguardo; había “originario”, y sobrevivencia; olía a vecinos y a comunidades, y sonaba a oficios que para esto interesan. Y hasta algo de reserva había. Y un poco de plantación también. Antropoceno y sobrevivencia, que sumados deberían dar “refugio” aunque nadie hablase de refugio. Así era, este espacio para preservar orígenes y semillas, los espacios seguros para diferencias sexuales, los zoológicos decimonónicos y los de especies en peligro, los viveros y los parques, responden a los mismos vectores históricos. Comparten líneas de fuerza, intereses, proyectos, estructuras y problemas de sentido. Hacen al sentido moderno de la existencia y a sus riesgos.

Se juntaban, pues, varias capas de el problema, el nuestro quiero decir, desde conservar semillas, a crear belleza, desde lo indígena al parque. Y Xochimilco, que tiene su aquel: un parque que todavía constituye reserva natural para la Ciudad de México, que conserva rastros de la antigua estructura urbana ¿azteca?, en sus canales, hoy, hace tiempo, atractivo turístico, que es además, me enteré, un feo vertedero, un barrio conflictivo, un lugar de reclamos de originalidad, donde habitan comunidades que se reclaman herederas de las originarias. Es un lugar de colorido destino turístico, un precioso parque moderno, un barrio de mierda y olvidado. Antiguamente fue el lugar donde estaban situados los viveros donde se cultivaban las semillas que alimentaban a otros parques de la Ciudad de México, una ciudad muy llena de parques, además, parque en sí misma.

Llegó el taxi a su destino. Dócil, sigo a Daniela. Mientras esperamos a los anfitriones, sacamos fotos, con lemas y guiños. Le pregunto a Daniela por su intuición acerca de este lugar. No nos da para profundizar mucho, porque llegan los chicos, uno alto y uno bajito, los dos del barrio. Se suma luego un veterano, arquitecto dijo ser. Y nos van contando una historia de márgenes, de fútbol, de construcción de un parque, de semillas y de plantaciones. A la vista: poquitas plantas, más o menos cuidadas, más menos que más, un campito de fútbol, uno de esos espacios para hacer gimnasia que puso la intendencia, pendiente de inaugurar desde la pandemia, un camino viejo por el que pasan caballos…

Capas, pues, de un palimpsesto desordenado, en donde se cruzan narrativas muy diversas. La más clara: un predio, que sirvió años atrás de reserva de semillas para el vivero municipal cercano, uno que todavía funciona, que fue abandonado por años, mientras el barrio, popular, se iba degradando. Por mientras, animales y mendigos, o sea, usos ilícitos, personajes del borde que lo habitan y se cobijan en él. Y el barrio, mientras, se degrada. Pero es barrio aún. Y sus chicos, chicos de barrio, crecen. Cuando son adolescentes, quieren territorio, y se lo apropian contra los de otros barrios, para jugar al fútbol. Lindo parque al lado de un barrio, el suyo, que decae. Primera apropiación, primer refugio. Y siguen creciendo y estudian: agronomía, sociología, y se alían en conexiones improbables con arquitectos veteranos y chupan discursos: reserva ecológica, semillero, autoctonía, comunidades originarias, resistencia, parques para la comunidad. Segunda apropiación, segundo refugio: una mélange del carajo, de narrativas cruzadas sin orden, pero de la que nace un delirio eficaz, que protege: un semillero. Es parque, es propio, es verde. Huele a caca de caballo, a planta. Hay silencio además. Preserva.

Podría uno pensar que este parque es como los primeros, los modernos, un trocito de orden en el caos, un cachito de cultura confrontada a la naturaleza bárbara. Plantación, pero para el ocio. Hay elementos que pueden alimentar ese dibujo: los chicos, los jardineros, uno sociólogo, estudiante de, el otro agrónomo, el más bajito, es decir, oficios de fundación, modernos, de los que diseñan territorios y colocan poblaciones. Y el espacio mismo, recortado, ordenado, resultado de la idea, del principio de planning de la ciudad letrada. Como siempre. O no… o sí, pero raro: es un parque, un vivero, un jardín, sí; y se recorta del desorden que lo rodea, sí. Pero ese desorden es el viejo parque convertido hoy en vertedero y zona de expulsión y el orden que recorta, es un rincón para la fuga, no la promesa de un futuro. Apenas un parapeto.

Y funciona, es lo curioso, pues marca diferencias: es un remanso de tranquilidad frente a un exterior que es duro, huele mal, está sucio, que es ruidoso. Refugios para habitar la desaparición social, sí.