Mariana Norandi
Tapachula (México), 23 de febrero de 2024
No había visitado Tapachula desde hace 29 años. Tapachula es una ciudad del estado de Chiapas, que se encuentra en la frontera de México con Guatemala. Como ocurre en muchas ciudades fronterizas, no es especialmente bella, pero en ella pasan muchas cosas, también muchas personas. En aquel entonces, en el contexto del neozapatismo y los inminentes Acuerdos de paz en Guatemala, por esa frontera pasaba —entre otras cosas y entre otras personas— el retorno del exilio guatemalteco que había huido del genocidio y del conflicto armado interno. Pasé esa frontera varias veces: una, para conocer Guatemala; dos, porque viajé mucho por el sureste mexicano; y, tres, para sellar mi pasaporte y renovar mi permiso migratorio de turista. Sin embargo, hoy Tapachula es otra, también otros sus transitantes. El contexto de la crisis migratoria de la región ha transformado su paisaje humano. Sus calles y sus alrededores están llenos de migrantes de distintas nacionalidades (Venezuela, Honduras, Haití, Colombia, Bolivia, El Salvador, República Dominicana, Guatemala…); unos, que ahí se quedan; otros, que ahí esperan para obtener documentos de las autoridades migratorias, y otros que ahí comienzan su travesía hacia los Estados Unidos. Son muchos, cientos. A diferencia de quienes van organizados en caravanas —protegidos por la fuerza colectiva que implica transitar en masa— estos caminan en grupos pequeños, unifamiliares o de personas cuyo vínculo no es otro que el migrar hacia el norte huyendo de quién sabe qué calamidades.
Volví a Tapachula a visitar a un amigo e investigador del Colegio de la Frontera Sur (Ecosur). Ambos, junto a una joven doctoranda estadounidense y su pareja venezolana, tomamos un coche para ir unos días a San Cristóbal de las Casas. Cogimos la famosa carretera 200, conocida como La Costera, que atraviesa el país desde Nayarit hasta el sur de Chiapas. En el tramo Tapachula-Tonalá (224 kilómetros), comenzaron a aparecer migrantes por los márgenes de la carretera, por las cunetas, por la misma calzada. Un constante y caudaloso fluido semiespectral transitaba hacia el norte. Con una temperatura de entre 35 y 36 grados centígrados, se cubrían la cabeza con una gorra, una camiseta o una toalla. Todo el equipaje que portan cabía en una bolsa o, en el mejor de los casos, en una mochila. Hombres y mujeres jóvenes, bebés, niños y niñas que apenas alcanzan a andar sobre un hormigón que al mediodía es una sartén.
Pero ese camino no solo está sujeto a las vicisitudes del clima o del terreno, también a las de un entorno marcado por la violencia del crimen organizado, la militarización, la corrupción y el “negocio” que surge en torno a la migración. Constantes “retenes” de Migración, de la Guardia Nacional o de Ejército mexicano detienen a los transeúntes. En ocasiones, en esos “retenes” comienzan las “mordidas” para no ser devueltos a sus países de origen; en otras, comienza el vía crucis hacia el norte. Los que van superando los puestos de control y detenciones migratorias, son interceptados por sujetos que cobran lo que quieren por transportar migrantes, de retén en retén, en “mototaxi” u otro tipo de vehículo. Quienes cuentan con recursos, pagan, quienes no, continúan caminando por las diferentes rutas que van hacia el norte, bien por el Pacífico, bien por el Golfo de México o por las rutas que atraviesan el país por el centro, hacia las fronteras de Nogales (Sonora) y Ciudad Juárez (Chihuahua). Pero si los retenes en Chiapas son constantes y numerosos, no son menos los riesgos que corren los migrantes por la fuerte presencia del crimen organizado en la región. Desde hace unos años, especialmente en los últimos meses, la violencia en Tapachula y, en general en Chipas, se ha intensificado como consecuencia de los enfrentamientos entre los cárteles de Sinaloa y de Jalisco Nueva Generación que se disputan la plaza. En esas batallas, los cárteles se disputan la ruta de la droga, pero también el negocio que se ha generado con la migración. De ahí, que no solo se han disparado los enfrentamientos armados y las víctimas de esas pugnas, sino también el número de migrantes desaparecidos, asesinados o secuestrados en Chiapas. Solo un día antes de este viaje, el periódico La Jornada reportaba cinco personas asesinadas al sur de Tapachula y, 24 horas antes, un presunto traficante de migrantes había resultado herido por disparos en el municipio de Suchiate, a menos de 40 km al sur de Tapachula. De esta manera, los migrantes están entre dos amenazas: los retenes y sus “mordidas”, y los narcos y sus “mordidas”. De los primeros depende que puedan seguir su travesía, de los segundos que pueden continuar con vida. Si superan ese tramo, les falta aún más de 3.700 kilómetros para llegar a la frontera con Estados Unidos. Saben que pueden lograrlo, como no, puesto que son muchos los obstáculos y peligros que acechan esta ruta. Sin embargo, pese a todo, siguen. Arrastran sus vidas, dejando atrás una historia que ya no se cuenta, intentando construir otra en esa “tierra prometida” que nada promete. Un trayecto largo, duro e incierto, familias con rumbo, pero sin refugio; vidas que circulan entre el verde chiapaneco y la terracota sonorense; entre el frío y el calor; entre la posibilidad de algo y la nada.