Gabriel Gatti
Palo Alto (EE.UU.), 1 de junio de 2023
De paso por Palo Alto quedo a tomar unas cañas con Joe Wager. Joe es de San Francisco, prepara su doctorado sobre desapariciones de amplio espectro en Stanford, en el ILAC (Iberian and Latin American Cultures, un departamento). Tiene muy buena pinta esa tesis. Desde que estuve allí entre 2019 y 2020 Joe y yo conversamos; lo hicimos en público incluso. Esta vez, quedamos en California Avenue, uno de los ejes que atraviesa Palo Alto, un calle animada con su Bodeguita del Medio (comida cubana), un bar bohemio (con franceses y todo), el Izzy’s Brookly Bagels (con eso, bagels neoyorquinos y café, muy bueno), una tienda de bici (buena), la Summit bicycles (todavía tengo el bidón verde que compré allí por 17 dólares en 2019) y un supermercado orgánico de trato amable, el Country Sun natural foods. Cool. Cal Ave (así la llaman; los de Palo Alto reinventaron el snobismo cuando los franceses lo dejaron), arranca cerca de la Universidad de Stanford, atraviesa el Camino Real y muere en Embarcadero Rd., en la parte más exclusiva de Palo Alto, ya cerca de las aguas de la Bahía.
California Avenue fue la primera avenida en la que los bares pudieron abrir en plena pandemia de COVID-19. Era abril o mayo de 2020 y la calle fue ocupada por terrazas, mascarillas, alcohol y protocolos: mesas separadas, un camarero servía, otro limpiaba, un tercero atendía la comanda. En las mesas, hojas de menús desechables y una bolsita para guardar las mascarillas. Qué loco. Pero se hizo e ir allí era un alivio. Y si se hizo eso en California Avenue era por su anchura y porque ya tenía una cierta tradición de feria antes del COVID, al menos los domingos prepandémicos, cuando los coches se iban y el asfalto se ocupaba con puestos de un mercadito de productos rurales, la California Avenue Farmer’s market. Solíamos ir, por aquello de que los mercados conectan con «lo real» de un modo que un supermercado no, aunque sea el Trader Joe’s o el New Leaf, los de cosas orgánicas. Y sí, con un cierto real conectaba la feria de «Cal Ave»: productos orgánicos a precio de oro, ambientillo hippie, pelos largos, barbas y melenas canosas… Cool también. Esos días de feria eran también días de fiesta: músicos en la calle juegos para los niños, los bares sacaban sus mesas, la gente bailoteaba. Eso, cool.
Pero antes de marzo de 2020 el resto de la semana Cal Ave era una calle colorida pero común, con sus coches y sin gente, como casi siempre en la zona.
Y la pandemia llegó y lo que trajo se quedó: algo de miedo, mucha gente trabajando en casa y esta calle convertida en calle peatonal permanentemente. Es muy agradable; en un espacio público como el estadounidense con pocos lugares habilitados para el paseo, los lugares que sí lo están son realmente esferas de aparición y convivencia en donde se hace visible y estructurante la amabilidad que gastan estes muchaches. Eso pues, calle recuperada para la gente: terrazas en la calle, juegos para niños y adultos en la calle, todo en la calle. Cool…

…salvo los habitantes de la calle. Voy a eso.
Estábamos con Joe tomando unas cañas la noche de un jueves en el Moods, disfrutando de ese espacio, cuando una persona arrastrando un carrito lleno de cosas se paró al lado nuestro y comentó algo sobre el castellano que hablábamos, sobre su (in)capacidad de hablarlo… Era un hombre de mediana edad con un cierto desgaste en su piel y en sus ojos muy marcado el consumo continuado de alcohol y eso que da la vida en la calle. Pero no presentaba signos brutales de deterioro, solo esas marcas que decían que su casa no se parecía a la casa de los que estábamos ahí tomando algo fuera de casa. En un momento su conversación se enroscó y empezó a poner la cabeza rumbo a otra dirección; me costaba mucho entenderle. Pero entendí bien cuando dijo que le habían expulsado. Dijo «home» que suena a eso, a hogar y cobijo. A fueguito.
Y hablaba de la calle cuando decía eso, o sea, sí, que home = calle, esa en concreto, California Avenue, que era su hogar (ay, sí, ay) y en donde tomábamos unas cañas, gozando de lo público, ciudadanos que somos. Pero al hombre esa recuperación le había echado: su casa era la calle, en la que «vivía desde hace veinte años», yendo de arriba a abajo, escuchando su música, molesta para nosotros por eso, denunciado por eso, expulsado por eso. Ay. Raro: calle refugio y no calle exterior. Cal Ave, hoy convertida en espacio público de aparición de clases medias, o más que medias, en situación de ocio era a veces, cuando lo habitaban los que viven en la desaparición, lugar de cobijos. Ay.
El dueño del Mood, un afgano simpático y singular, salió del bar, nos sacó la molestia, se puso a charlar con él. Nosotros, Joe y yo, seguimos conversando de departamentos universitarios y de desaparición social. Estuvo muy bien la charla. Muy bueno siempre volver a Palo Alto y seguir conversando con Joe.