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(Des)nombrados

Gabriel Gatti

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Para pensar el nombre como una manera de abordar a contrapelo la idea de protección y, desde ella, la de refugio había planeado leer un montón de cosas, repasar otras, ver pelis. Tenía en lista un buen montón de antropólogos franceses que recordaba que tocaban el asunto (Nicole Lapierre sobre todo, que en un libro precioso —Changer de nom (París, Stock, 1989)— abordaba la importancia cultural del asunto, o Vincent Descombes, que en mi recuerdo de su Les institutions du sens (París, Minuit, 1996), es más ladrillo, pero importaba lo que decía, que era que los nombres nos sustancian. Había también penetrantes filósofos en la lista, desde Paul Ricoeur, ladrillo, sí, pero penetrante también, que en “Individuo e identidad personal”, un libro de Paul Veyne en Paidós (Barcelona, 1990), decía que el nombre fija —y da esplendor—. Y finos y divertidos semiólogos italianos, como Paolo Fabbri, del que me encantó uno de esos preciosos libros de la Gedisa de antes —Tácticas de los signos (Barcelona, 1995)en el que hacía agudos análisis de la cultura popular, entre otros uno sobre la figura del agente doble, que viaja entre nombres sin tener ninguno propio; vendría al pelo releerlo. Había más, todos en la memoria de cuando leía intelectuales de mente revirada, gentes formadas en el picante ambiente intelectual francés de los 60 o de los 70: humanistas con hipótesis que atufan a universalismo, pues todos miran diferencias pero concluyen que, tras ellas, la estructura pesa y somos todos iguales, pues humanos somos a fin de cuentas, y al tiempo muy perversos, pues su mirada —la fina del antropólogo estructuralista, la aguda del sociólogo crítico, la sospechosa del analista de la cultura— es la del intelectual que mira de fuera y comenta al final. La verdad es que me encantan, aún hoy, y no solo por su pinta o por su pelo —el de Fabbri es reseñable, por cierto—. Siempre quise ser eso, aunque ya ahora leamos post-humanistas, hablemos de zombis y busquemos tramas de trabajo colaborativas que estos desconocían hasta como posibilidad.

Pero voy a la cosa: estas lecturas me ayudaban a pensar en el peso ontológico (¿puedo decirlo?) del nombre y en el valor universal de esa medida, quiero decir, a pensar en que todo lo que es debe tener uno, un nombre, que lo que no lo tiene no es, que algo que no lo tiene debe tenerlo para existir y que ese deber tener es lo que hace del nombre, del que sea, un artefacto de protección imprescindible. “Izena duen guztia omen da”, se dice en euskera: “Se dice que todo lo que tiene nombre, es”. Así, plas, catapún, claro. Vasco y acertado.

Pero por necesidad, por pura necesidad, no he podido hacer lo que había planeado hacer, re-leer y re-usar lo que ya usé. No vino mal: me sirvió para regresar a lo escrito y ver que siempre me interesó esto del nombre, y que mi interés por la cosa estaba atravesado por un hilo común, con diferencias. Mirando eso vi que me preocupé por el asunto hasta cuatro veces.

II

La primera fue en Identidades débiles, la tesis de 2002 revisada y publicada en 2007 (Madrid, CIS), donde el nombre por el que me interesé era el del grupo que ya era, el del que tenía identidad, identidad de la buena, grossa, grossa, grossa; a esa identidad la llamé “modalidades fuertes de la identidad” y postulé hasta un algoritmo, el NTH, que dice que para nosotros (occidentales modernos) para ser hay que cumplirlo y cumplirlo quiere decir tener N (nombre), T (territorio) y H (historia), tanto que quienes no tuviesen nombre lo deseaban. Así, con un par. Hay algo, no sé, como de ontología culturalista en la cosa que dije; se nota lo que leía. O no; porque la verdad es que el algoritmo funciona, realmente: quien no cumple con él no es y como casi nadie cumple siempre se está en falta. Se está en falta, por ejemplo, si no se tiene nombre, como el no-vasco, por el que la tesis se interesaba.

Así lo escribí. Qué viejo suena:

“El pensamiento moderno sobre la identidad se sustenta en una cierta tendencia a pensarla con ayuda de nombres que evocan lo unitario y lo monovalente, la permanencia y la duración. ‘Vascos’ o ‘españoles’, ‘nacionalismo vasco’, ‘identidad catalana’ o ‘Estado español’; e, incluso, ‘mujeres’, ‘heterosexuales’ o ‘jóvenes’. El nombre de la categoría reduce la diversidad de lo que clasifica y agrupa y, así, la entidad nominada se naturaliza de manera que (i) obtiene identidad y (ii) se le presupone conciencia. Ese es el mayor problema y también el gran poder de los nombres: de constructos pasan a ser descriptores, luego lo que los nombres establecen se convierte en presupuesto, y la naturalización que ejercen sobre lo que nombran, en hecho consumado.”

El nombre, pues, protege porque define límites, marca diferencias. Porque da identidad. Y sin él, sin nombre, no se tiene de esta y sin esta, ay, se está desprotegido. Así, los saharauis sin territorio, los vascos sin lengua, cualquier paria, que no es, y que por eso es paria. Ese fue el primer des-nombrado que visité…

III

La segunda vez que me preocupé por los nombres fue en El detenido-desaparecido (de 2008, publicado en Montevideo en la editorial Trilce), mi cosa posdoc, y más allá pues viajé con ella hasta 2014. En versión 2.0 todavía me acompaña. Y había nombre allí, y mucho, pero otro distinto del nombre del libro del CIS. Hablé de NTH también y vi que el algoritmo funcionaba, pero para pensar la identidad del individuo moderno. Frente a lo que hice en 2002, había más historicidad, más dispositivos. Más sociología. Pero no era el individuo moderno mi asunto de entonces: fue trabajando sobre desaparecidos que me lo encontré, sin poder evitarlo. Depuré el NTH afirmando que el sujeto se convierte en individuo cuando cumple con la exigencia de nombre (es eso lo que lo hace individuo, o sea, lo que lo hace uno y no otro), de historia (la historia familiar, que lo liga a un tiempo, y que si tiene hace del sujeto ya individuo parte de un linaje), y de territorio (el del estado, que coaliga a esos individuos con historia en una comunidad). Un lujo tener todo eso, que si se tiene se llama identidad. Es de hecho todo eso, todo ese paquete, lleno de engranajes bien engrasaditos, lo que la desaparición de personas quebró —¡y cómo!— haciendo pedazos la identidad, retacéandola: quebró el lazo comunitario, el espacio de lo común (la T del NTH out), descompuso luego la historia familiar, que se trastabillaba (la H del NTH out) y al individuo, lo hizo bolsa: de un lado dejó el cuerpo, del otro dejó el nombre (el N out, y muy out: cuerpos muertos sin nombre, nombres separados de su cuerpo. Nada encajaba ya).

El terrorismo de Estado “retaceó la identidad”, decían y dicen en el Equipo Argentino de Antropología Forense, en su eficaz ontología esencialista, que entroniza la relación nombre cuerpo y la pone en un lugar muy alto: si esa relación no es buena, problema. Y si hay problema, la solución es reunir nombre y cuerpo, que es lo que hacen los antropólogos forenses, algunos psi, los arqueólogos. Bueno, lo hacen todos los trabajadores del sentido, los que cantan en clave de re-: rehacen, reparar, reconstruyen… Sí se consigue, ¡eureka!: todo funciona, la vida se endereza, el nombre de nuevo cuida, sirve, protege.

Salvo cuando no se puede, que casi nunca se puede (creo que son un 3% del total de casos los que la antropología forense ha logrado identificar en Argentina. El resto es el vacío). Y ahí, cuando no hay encaje y el cuerpo queda sin nombre y el individuo bastardea porque no tiene historia, pasan cosas, se cuentan cosas, se existe, aunque sea sin nombre. Ese fue el segundo des-nombrado que visité. Sigo desde entonces trabajando con él.

IV.

La tercera no sé si es porque aunque habla de nombres no encaja en la secuencia que une las dos anteriores y la cuarta. Como no sé si es parte de esa secuencia lo pongo en cursiva. Es en el libro Mundo de víctimas (Barcelona, Anthropos, 2017) y algo antes y algo después, cuando trabajé sobre el desaparecido transnacional (Identidades desaparecidas, Buenos Aires, Prometeo, 2014 y Desapariciones, Bogotá, Siglo del Hombre-Uniandes, 2017). No hay ontología del ser, relativizado o no, historizado o no. En eso no tiene nada en común con lo anterior y con lo que sigue. Pero sí tiene algo en común: en todas el nombre es algo que protege.

La idea es sencilla: que los nombres del dolor (en forma de categorías, de conceptos, de nociones) circulan y circulan y aterrizan por aquí y por allá y se adoptan, a veces, y ahí está la cosa, en lugares con cosas, personas, fenómenos que antes de eso no tenían nombre, o tenían nombres malos, que no se ajustaban, que no decían bien pero que con esos nombres (víctima, desaparecido, refugiado), de repente, se nombran. Esa circulación es desprolija, muy arbitraria, muy de Humpty Dumpty (“La cuestión —insistió Alicia— es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes. La cuestión —zanjó Humpty Dumpty— es saber quién es el que manda… eso es todo”). Pero funciona: mucho es lo que se nombra ahora como “víctima” o como “desaparecido” y mucho es lo que porque se nombra de ese modo, chungo, sí, es, está, existe —y esa es la clave—, se protege. Con el equipo que acoge este relato lo vimos en España con los que ahora son nombramos desaparecidos, y en México, con Nacho, lo vimos un montón…

V.

Y la cuarta es ahora, con la salida de Desaparecidos (Madrid, Turner, 2022), donde ya sí, está claro, todo el mundo se llenó de des-protegidos y esos protegidos por no tener, ni nombre tienen; nunca lo tuvieron de hecho, o si lo tuvieron fue cuando se murieron o cuando eran tratados como muertos. João Biehl, en esa barbaridad de libro —por precioso y penetrante— que es Vita (Duke University Press, 2001) o Nadine Labaki en la película, bárbara también, Cafarnaúm (2018) lo vieron bien. Pero aunque sin nombre son, sin embargo, son y son muchos, y están, aunque no sabemos ni cómo decirlos ¿Desprotegidos por eso? Sí ¿Sin identidad? Pues también. No hay allí ontologías universalistas que valgan, ni claves de re-. A pocos les preocupa. Así en El caracol, o en el Brasil que visitó Biehl, o en Uruguay, hablando con Marcelo Rossal de esos y esas que hablan a través de un aullido incomprensible, inaudible, de esos y esas que existen en la desarticulación radical entre cuerpo y el nombre. No-se-les-entiende a estos des-nombrados, los terceros, en los que trabajamos ahora.

Marcelo Rossal es un buen amigo de Uruguay. Pero no es que sea mi amigo lo que quiero contar, sino los ismos que profesa: frenteamplismo de convicción, comunismo de estirpe, humanismo de oficio. Sumado eso, da uruguayo y antropólogo. Se interesa por quienes están peor y aunque no puede evitar intentar pensar en cómo hacer para que dejen de estar peor, y eso es fantástico, también se preocupa por entender y entender de verdad qué significa peor y qué significa estar cuando peor es un lugar que no se puede abandonar. Ha hecho magníficas etnografías sobre la vida de ese lugar, peor, donde la gente va dejando de serlo y aun así se vive y esa gente se agarra al sentido como buenamente se puede. Eso es, sí: quiere entender cómo nos agarramos al sentido que se escapa y cómo el sentido nos agarra. Ya dije que era comunista, frenteamplista y antropólogo.

Conozco sus etnografías desde hace ya unos 10 ó 15 años, a veces las hace solo, otras con otro amigo, Ricardo Fraiman, y casi siempre en grupos generosos que arma con estudiantes estupendos. A medida que han ido pasando los años los trabajos son cada vez más pesimistas: la gente es cada vez menos gente, los consumidores de pasta base tienen pocos momentos de reconocimiento, son pocos los instantes en los que los cuerpos de las personas de las que habla son como los nuestros y que sus palabras son reconocibles por las nuestras.

Pero Marcelo no abandona, y busca trazos de gente, palabras y cuerpos reconocibles. Lo hace distinto a como yo lo hago, a como nosotros lo hacemos, pero la búsqueda de fondo, qué sé yo, su inquietud, no difiere mucho. Y eso es de destacar porque en Uruguay no es lo común: la gente allí trabaja en una meritoria clave de re-, la de recuperar lo perdido, la de rearmar lo roto, la de rehacer, pues, el lazo. No creo en ello pero me emociona esa nostalgia activa de la vieja sociedad. Marcelo no renuncia a eso, no; pero eso no le impide ver lo jodido que está el panorama y lo necesario que es generar maneras de pensar, de trabajar y categorías nuevas.

Creo que por eso le seducen los trabajos que hemos hecho, o los que he hecho. Los discute con intuiciones y lecturas de antropología de la pobreza y de las vidas de mierda, y siempre sale algo de esas discusiones. Creo que le proporcionan categorías e imágenes y formas de trabajar muy parecidas a las suyas, pero quizás un poco más aventuradas teóricamente, algo más arriesgadas. Y creo que le irritan a veces, aunque quiero creer que le sirven. Dialogó —con conflictos— con la idea de desaparición cuando se llamaba “desaparición social”; le costaba ceder a la posibilidad de pensar que un vivo estuviera desaparecido, que fuese solo eso, pues pensaba que algo surgiría que le haría reaparecer y, decía, que si no se lo veía era porque de algún modo no estábamos dejando que ese desaparecido manifestase su lengua, su cuerpo, su ser, su humanidad, que es otra pero que es.

Era para él un problema de alteridad y de técnica interpretativa. Ya dije que es antropólogo y humanista… Conversó con tensión con ese nombre que algunos vecinos de Montevideo le ponían a los chicos que veían en el barrio, los bichos, a los que llamaban así no porque los despreciasen sino porque eran tan otros, tanto, que ni humanos parecían; no eran capaces de reconocerlos aunque fuesen hijos de la vecina de arriba o nietos del viejo del boliche. Qué jodido, ¿no?

Y no son, no, no, no son. Por eso les llamamos desaparecidos a los bichos. Discutimos mucho con Marcelo cuando en un trabajo para un libro que edito con Jaume Peris (La vida en disputa, ya sale en La Oveja Roja) dejaba en el texto largos pasajes, eternos, de sus entrevistas con esos otros. Él decía que ejercía la responsabilidad de mostrar su lenguaje; a mí me parecía un error, me parecía que ventrilocuaba un lenguaje tan radicalmente ajeno que no es contable, que olvidaba aquello tan básico del subalterno del que habló Spivak: que el subalterno no habla ni tiene archivo, que cuando habla como tal es inaudible, que si habla y lo entiendo es que no es subalterno. Marcelo cerraba así aquel texto

“Cuando dialogamos con [los tres interlocutores principales que tomo para este texto] aparece un mundo de sentido que puede sorprender a quienes miran desde lejos. Hay palabras, afecto, moralidad, una voz distinta de la de sus familiares o de los técnicos que los han tratado”.

Sostiene Marcelo que aunque a veces no se le entienda el desaparecido vivo habla, que tiene voz, que habita el sentido. Sostiene Marcelo que el desaparecido es humano. Sostiene Marcelo que tiene nombre, que tiene cuerpo, que tiene palabra. Marcelo, que es humanista y antropólogo y comunista, sostiene, y eso está bien, que es otro, que por eso no lo entendemos. Pero creo que Marcelo sabe que no es tan fácil la cosa, que tendrán todo eso, sí —NTH, nombre, cuerpo, identidad, sentido. Todo— pero que el desajuste en el que habitan es hiperbólico, que viven en una espiral de desajuste (El Caracol).

Pero la cosa, y eso Marcelo no lo sostiene aunque creo que lo sabe bien, no pasa solo por dar lugar a la escucha del que no la tiene, por dar visibilidad al que no, o no solo por eso. Si se hace eso, bien, muy bien… pero es para un rato y para un rato corto: hay siempre un más allá, inaudible, invisible, justamente donde está el desajuste, donde nada es reconocible, donde el cuerpo y el nombre se separan.

Pero ya lo dije, varias veces ya, mi amigo es comunista de estirpe y humanista de oficio y no puede, no puede, no puede, no, dejar que estos muchachos y esas muchachas se vayan, aunque las evidencias indican que ya viven en otro lugar. Está bien, claro ¿cómo voy a pensar que está mal? También yo soy casi frenteamplista, y soy hijo de anarquista y mi oficio es menos humanista que el suyo, quizás, pero lo es, porque nació en lo que el viejo Robert Castel pensaba que era la época de las protecciones.

Y por eso puede ser que con Marcelo en las últimas conversaciones que hemos tenido nos hemos terminado por encontrar, en un lugar de encuentro que tiene que ver con el nombre, un nombre que protege pero poco, muy poco, el ratito mero, chiquito, del encuentro con la voz, que por un momento deja de ser aullido sin sentido y es sentido, sentido bajito pero sentido. Este encuentro entre ambos se me hizo evidente a partir de la lectura que hizo Marcelo de un pasaje de Desaparecidos, uno que cuenta esto:

Desaparecieron, sí, el término es correcto pues salieron de los lugares, de los conceptos, de los sensorios que los hacían reconocibles; ni siquiera sirven las viejas categorías de pobre, o de marginal, u otras que hablan de los incluidos en el borde. (…) No están ya en el parque público, en el común. En el mejor de los casos lo que dicen nos suena a aullido doloroso; en el peor, es un grito inaudible. (…) No son nada que pueda reconocer. Hace tiempo que esa parte del jardín está abandonada y sus habitantes quedaron fuera de la protección de lo que a los demás nos hace ciudadanos. Ni nombre tienen, y solo con conceptos-eructo, duros, feos, sonoros, rabiosos, nos acercamos a ellos: precarios, inútiles para el mundo, vulnerables, inexistentes, vagabundos, desperdicio, nuevos excluidos, sin parte, basura, parásitos. Y ahora, desaparecidos”

Le dolió a Marcelo leer esto, que conoce bien. Y un día haciendo trabajo de campo allá, en Montevideo, hizo lo que otras muchas veces hace: mandarme una nota de voz. Estaba en un espacio que un grupo de gente en situación de calle que se ha organizado [sí, dije eso, “gente en situación de calle que se ha organizado”, no se olviden que es Uruguay], llama El Alero. El Alero protege aunque sea un poquito, protege de la lluvia y del viento, aunque sea para para poder consumir tranquilo pasta base. El alero es un refugio. Ahí había una chica aullando, cuenta Marcelo. Estaba mal, desajustada: nombre separado de cuerpo, masa viva pero vida desaparecida. Y Marcelo la recoge, y en el auto, oyendo algo de música banal y feliz, mientras iban a un ambulatorio para que la asistieran, durante ese ratito y en ese pequeño espacio, encontró la manera de que su cuerpo y su nombre conectasen de nuevo; pudo articular palabra. Antes de eso era nada más que un aullido incomprensible y lo que decía no se entendía. El cuerpo y el nombre estaban radicalmente desajustados. En ese radical desajuste entre cuerpo y nombre vive normalmente con muchos otros. Des-nombrada: es eso normalmente. Pero por momentos logra reconstituirse, se encuentra. El refugio es ese: su nombre, un… algo, un contenedor, que le deja decir con sentido, que la protege.