Magdalena Caccia
Montevideo (Uruguay), Mayo de 2022
Hace unas semanas recibí a través de un grupo de Whatsapp la difusión de la nueva página web del Colectivo Dónde están nuestras gurisas. Si bien conozco al grupo desde sus inicios (2017) y sé lo que hacen, me dirigí a la página con intriga. Se presentan como una agrupación de mujeres que nace ante la inquietud por la cantidad de niñas, adolescentes y mujeres adultas desaparecidas en Uruguay, principalmente en el marco de las situaciones de explotación sexual y trata, pero no únicamente.
Gurí, gurises, gurisas, es una palabra que se utiliza en Uruguay para referirse a niñas y niños, adolescentes y jóvenes, los etimólogos dicen que proviene del guaraní. El nombre del Colectivo siempre me pareció potente: Nuestras gurisas da una idea de pertenencia, son “de las nuestras”, son uruguayas, son la confirmación de una identidad nacional a través de un vocablo. No son jóvenes, ni chicas, son gurisas, como yo, como mis amigas, como tantas. El colectivo difunde información en las redes sobre las gurisas desaparecidas: fotos, cuándo fue la última vez que alguien la vio, qué llevaba puesto, teléfonos de contacto por si alguien tiene algún dato para aportar a la búsqueda. También asesoran a las familias de las jóvenes sobre cómo realizar las denuncias, qué datos presentar ante la policía y en fiscalía; al mismo tiempo que apuntan a colocar el tema en agenda a través de campañas de difusión. El lema que utilizan “Vivas se las llevaron, vivas las queremos”, es el mismo que recorrió América Latina hace pocos años a raíz de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, en México. La nueva página web sistematiza diferentes materiales de difusión y presenta algunos de los casos emblemáticos que el Colectivo acompañó: las que continúan desaparecidas, pero también las que aparecieron muertas. Entiendo que es una herramienta para contar, pero me pregunto qué es efectivamente lo que cuenta.
El caso que dio origen al Colectivo lo conozco bien: a fines del 2016, desapareció Mili, una adolescente de 16 años de una pequeña ciudad cercana a Montevideo, en circunstancias que desde un primer momento se vincularon a la trata de personas con fines de explotación sexual. Un tiempo después, comencé a trabajar como antropóloga en una ONG que brindaba apoyo técnico a los equipos en territorio (en todo el país, funcionaba a demanda) para el abordaje de las situaciones de explotación sexual y trata de niñas y adolescentes. El programa funcionaba bajo un convenio con el Instituto del Niño y el Adolescente del Uruguay (INAU), una política pública “tercerizada”, como muchas de las destinadas a lo que llaman “trabajo en territorio”, reforzando esa línea invisible pero firme que separa al “territorio” de las oficinas públicas. Cuando me llamaron para contarme sobre la propuesta, me dijeron que querían a una antropóloga en el equipo (conformado hasta ese entonces por psicólogas, trabajadoras sociales y abogadas), porque querían meterse con ese “algo cultural” detrás de la explotación y la trata, y, además, pretendían que yo lo trabajara tanto con los equipos de atención, como a nivel comunitario. Supe después que ese “algo cultural” al que hacían referencia, al que no encontraban cómo abordarlo en las intervenciones, tenía que ver con el género, claro, pero también con la clase y la vida en los márgenes, y el desafío de visibilizar lo invisible, de contar lo que no se cuenta. Mi rol de antropóloga me daba cierta legitimidad para generar espacios de encuentro, a los cuales generalmente acudían las madres de las mujeres desaparecidas, esperando encontrarse con una de las antropólogas de la tele, de esas que salen buscando los restos de las personas desaparecidas en dictadura. Para su decepción, yo no era una de esas; pero de todas maneras una vez allí, no dudaban en relatar el periplo por el cual estaban pasando desde que sus hijas habían desaparecido.
En una de los tantos encuentros, conocí a la mamá de Mili, quien se había convertido en una activa militante por el esclarecimiento de las desapariciones de las gurisas, y denunciaba a gritos la inoperancia del Estado uruguayo: sus funcionarios poco empáticos, su burocracia absurda y entorpecedora, su desestimación del problema. La mamá de Mili se convirtió en poco tiempo en protagonista de la lucha por visibilizar las situaciones de trata y desaparición, comenzó a asistir a encuentros de mujeres, organizó marchas, protestas, cortes en rutas, fue a la radio, salió en los diarios, juntó pruebas; rearmó, como pudo, la historia de su hija desaparecida, llegando incluso a recibir amenazas de muerte si seguía “revolviendo la mierda”.
En ese momento, me resultaba imposible no hacer un paralelismo con las madres de Plaza de Mayo, en Argentina, y las madres uruguayas en la misma situación, y su irrupción, forzada, en la vida pública, que también implicó una fisura en el orden de género. Recuerdo haber escuchado y leído en varios de sus relatos lo que implicó la transformación de ama de casa (en muchos casos) a militante por los derechos humanos, a tener un nombre, un lugar público y un reconocimiento. Al igual que en dictadura, las madres de las gurisas se volvieron una pieza clave para contar lo que nadie quería escuchar. En los encuentros hablaban de sus hijas, nos contaban que algunas desaparecían por unos días y luego aparecían sin querer contarle a nadie dónde habían estado; hasta que se daba la desaparición definitiva, que a veces incluso ni se denunciaba en seguida porque existía la esperanza de que volvieran. La mayoría de las gurisas y sus madres provenían de barrios periféricos, del “Montevideo olvidado” como fue nombrado durante la última campaña electoral, y de un interior aún más olvidado: pobre, rural, lejano. “Nuestras gurisas son invisibles” me dijo una de las madres cuando me contó que la Fiscalía había desestimado pruebas que parecían ser contundentes para, al menos, iniciar la investigación sobre una red de trata que podría estar implicada en la desaparición de su hija.
En Uruguay, no existen números oficiales en relación a las adolescentes y mujeres adultas desaparecidas en el marco de la trata y la explotación sexual. Desde el Colectivo afirman que el Estado desestima los reclamos y las denuncias presentadas, y que, en los hechos, la mayoría de las desapariciones no se investigan. El relato que afirma que “eso en Uruguay no pasa” se enfrenta con los datos aportados por diferentes agrupaciones que buscan a “personas ausentes”, eufemismo para nombrar a las personas desaparecidas en democracia. La connotación política y reivindicativa que ostenta la figura del detenido-desaparecido en Uruguay no aparece asociada a otras desapariciones. Las mujeres desaparecidas en manos de las redes de trata, sobre todo si son jóvenes y pobres, no cuentan, más allá de lo discursivo (y a veces ni siquiera), como víctimas de un Estado omiso que no termina de asumir lo que hay detrás de estas desapariciones. Entre estas desapariciones y otras, a simple vista, no parecen existir puntos de encuentro… Pero el Colectivo y las madres de las gurisas sí hablan de desaparecidas, las gurisas no están ausentes, no están perdidas: están desaparecidas. Hay un punto de encuentro, pero falta diálogo, pienso, falta reconocimiento y comunión en el acto de buscar, de esperar, en la rabia contra la inacción estatal; incluso en el dolor y en la abrumadora certeza de la muerte.