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Ecoparque

Carolina Kobelinsky

Buenos Aires (Argentina), 21 de octubre de 2022

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Estoy en Buenos Aires desde hace dos días, los efectos de la mega-inflación (y de la devaluación de la moneda) son muy visibles en la calle. La guita no alcanza, hay hambre. Pero esto es otro asunto.

Tenemos tiempo y decidimos cruzar por el Ecoparque. El lugar me encanta, igual que a mi hija, pero escuché a muchos decir que era “una truchada”. Son unas 18 hectáreas en plena ciudad con bastante verde y unas construcciones preciosas de fines del siglo XIX, principios del XX (pienso en el pabellón de las fieras o las glorietas). Es allí donde se encontraba el zoológico de la ciudad, que cerró en el 2016 para poner fin al tratamiento degradante de animales en cautiverio. En su lugar nació el Ecoparque, que está todavía armándose pero que ya está abierto al público. Se trata de un espacio de conservación de la biodiversidad local, que pretende contribuir a la educación ambiental y a la revalorización del patrimonio natural.

Por el momento, quedan “supervivencias” de la época anterior: algunos animales no pudieron ser devueltos a sus hábitats de origen y esperan la muerte en algún sitio relativamente alejado de la vista de quienes se pasean por el parque. La idea es que no se expongan las jirafas como antes, sino que puedan vivir su vida tranquilas. Lo cierto es que, aunque su espacio cerrado (digamos que no es una jaula sino un cerco) se encuentre medio apartado, todo el mundo quiere ir a verlas. Estos animales —gerontes, creo, en su mayoría— conviven con otros que andan sueltos por ahí. Pavos reales, patos y maras se pasean mirando a los visitantes que intentan sacarles una foto o que se inclinan para leer la información sobre un ceibo, el proceso de polinización, los carpinchos o una flor asombrosa.

Es viernes, cerca de las once y algo de la mañana. Hay algunas mujeres tomando algo en el kiosquito/café cerca de la entrada, un hombre de edad media, vestido con ropa de deporte, se lleva a la boca una taza humeante, seguramente después de haber corrido por los bosques de Palermo, que están a pocas cuadras. Por los caminitos del parque pasean varias familias con chicos chiquitos que vienen de otras provincias del país. También turistas de Brasil, de Estados Unidos. Dos chicos de secundaria, que tal vez tenían la hora libre (¿o se ratearon?), se sientan en un banco. Hay mucho personal del parque, arreglando alambrados, barriendo, reponiendo alimento para tal o cual especie. Una chica de unos 18, 20 años me llama la atención, camina muy lento y zigzagueando, pero no para de caminar, las manos en los bolsillos de una campera de jean muy grande para su cuerpo menudo. No lleva cartera ni mochila. Su ropa está gastada, el pelo suelto y los ojos perdidos no sé dónde. Más tarde reparo en un hombre cincuentón, sentado en un banco en una zona donde no hay mucho para ver, salvo alguna que otra mara. Tiene los ojos cerrados, una mochila a sus pies. Todo me hace pensar que ha pasado algunas noches en la calle. Me extraña que no se haya recostado. Cuando nos paramos frente al cartel “cuidado, animal peligroso” que, de algún modo, presenta al avestruz que hay unos metros más atrás de la reja, nos encontramos al lado de una familia con seis hijos e hijas pequeños, que se ríen a carcajadas. Me parece que son romaníes. Un poquito después, llegamos a la zona de los juegos para chicos. Está llena de pequeños y pequeñas con guardapolvo blanco. Una visita escolar, seguro.

Llegamos a la puerta del otro lado del ecoparque, que nos acerca a nuestra cita para el almuerzo.

Me quedo pensando en la diversidad. De animales y plantas. De gente que lo habita y lo atraviesa.