David Casado-Neira
La historia de los jardines es la historia bíblica del Edén. Un lugar en el que el ser creador moldea un mundo a su imagen y semejanza. Es un lugar de retiro, a veces protegido por un muro como en los monasterios medievales, otros por una verja, o murete, pero siempre es un acto de clausura y diferenciación con respecto a un entorno.
En El árbol Fowles invierte la lógica del jardín y lo salvajiza, lo que no quiere decir que lo deje fusionar con lo de fuera. Aquí lo de fuera son los jardines ordenados, disciplinados y programados. Lo que él nos propone es la aceptación del jardín como un sistema que se rige por sus propias lógicas y con las que hay que dialogar, entablar un ejercicio de observación y escucha, de sorpresa y rendición ante lo que no queremos que allí crezca.
Lo que desarrolla en este librito no es una historia de los jardines, sino una defensa del no jardín, como lugar de refugio, de la capacidad de aceptar lo impredecible y lo heterodoxo, lo incontrolable y lo que queda fuera de plan. Y una defensa alegórica de un mundo no cerrado en categorías de pensamiento y clasificaciones (botánicas). El árbol es un canto sistémico y contra la fragmentación de la realidad en entidades aisladas: “ Una gran parte de la ciencia se dedica a este mismo fin: a proporcionar etiquetas específicas, e explicar los mecanismos concretos y las relaciones precisas de los seres vivos entre sí y con su entorno”. En base a esto desarrolla su alegato en contra del jardín, y podríamos pensar que de la propia idea de refugio. El jardín sería prisión y represión.
En el último capítulo nos lleva al bosque de Wistman, un sombrío bosque en los páramos del norte de Escocia. Un vestigio de una época más cálida que se ha mantenido a lo largo de siglos, aunque los árboles no superen los cinco metros testimonios de un crecimiento lento y tortuoso. Allí crecen fresnos, acebos y sobre todo robles. Un santuario botánico que se ha conservado gracias a su aislamiento y dificultad de acceso. Pero allí también ha llegado la ciencia, y en una zona vallada para que no puedan entrar animales se comprueba el crecimiento de las plantas sin herbívoros que las pasten, dice: “Parece estar ‘ajardinado’ con todos los elementos que el hombre ha introducido en él.
Zonas protegidas que crean naturaleza artificial en su naturalidad. Refugios como esos lugares de excepción en los que la norma es su artificialidad. Santuarios que no representan lo que el mundo debería ser, sino lo que el mundo realmente no es.
“En nuestro camino de regreso, nos cruzamos con dos excursionista que han dejado sus mochilas en el suelo, a su lado, y que se han tumbado de espaldas al abrigo de los árboles. Parecen dos jóvenes en trance. No nos dicen nada ni nosotros les decimos nada a ellos. Y descubro que es justamente eso lo que demanda este lugar: uno lo quiere para sí mismo.”
¿Son los refugios egoístas o altruistas?