Álvaro Villar
Bilbao, 28 de octubre de 2022
Hoy a las 10:00 de la mañana he escuchado un golpe fuerte que ha hecho que me quitara los auriculares de música que suelo utilizar para trabajar con el ordenador. Cuando vives en un último piso con ventanas abuhardilladas el jaleo entra siempre por el rellano así que, acto seguido, me he asomado a la entrada para fisgar qué ocurría. Después de abrir ligeramente la puerta han empezado a escucharse voces masculinas, unas más graves que otras que parecía armar un diálogo. Un mix en el que se distinguían expresiones muy de aquí con palabras lentas, con acento árabe. Conforme he puesto oreja he empezado a reconocer lo que eran fórmulas de cortesía institucional con mandatos cortos y al momento he caído en que se trataba de una patrulla de dos ertzainas (la policía autónoma vasca) haciendo a un interrogatorio improvisado a uno de los muchos vecinos que me cruzo cuando paso por el piso de abajo. Va un fragmento que he podido anotar antes de ponerme a escribir esto.
(Voz 1) – Entonces, Moha, Moha era, ¿no?, ¿no sabéis dónde está vuestro compañero de piso (nombre mal pronunciado)?
(Voz 2) – No, ni idea, no está aquí solo sé que se fue a Francia. Es que no está…
(Voz 1) – Pero en el registro aparece empadronado aquí y desde el juzgado nos van a seguir mandando hasta que se presente para recoger el parte a la comisaría, en Zabalburu. Dile que venga, si no tendremos que volver, nos pasarán una orden de detención y será peor.
(Voz 2) – Ya, pero no se dónde está.
(Voz 3) – Vámonos, ya sabes que estos mienten más que hablan.
Al parecer, la policía había estado llamando con insistencia la puerta para que uno de los residentes recogiera una citación judicial. Hablo de un piso que, como en otros del mismo bloque, pasan personas de forma itinerante, casi cada mes, todos ellos jóvenes, de unos 30 años y de origen magrebí. Personas que están ahí, que sueles saludar porque que te los sueles cruzar en la escalera, que es especialmente estrecha, aunque no más de dos o tres veces seguidas. Individuos que conforman una figura colectiva ataviada por varios chándales de marca Lacoste o Sergio Tacchini, deportivas coloridas y cortes de pelo francés al cero, generadora de un código estético llamativo pero diría que algo impersonal a ojos del resto de vecinos, la mayoría de edades avanzadas. Se trata de una suerte de vecindario itinerante que, a pesar de estar pocos meses alojados mantienen una presencia constante porque da la impresión de que andan siempre entrando, saliendo, dejando tras de sí “mobiliario encontrado” que se acumula en el suelo del pasillo (mesillas, colchones e incluso bicis estáticas). Convivir cerca de esto invita a pensar la casa, el domicilio, aquello que en propiedad o en renta, compartido o en solitario, compone el escenario mínimo de intimidad que se supone nos salva del resto de refugios provisionales ( aunque quizás sea mucho suponer) como un escondrijo temporal, un punto de apoyo para, muchas veces, coger impulso hacia otros destinos que a menudo están detrás de la frontera norte, a poco más de 100 km de aquí. Situaciones de vida en las que algunos papeles que usamos para especificar el origen, el presente y el destino de uno, como el empadronamiento o el visado, se convierten en una coartada, en meros instrumentos utilizados para trampear, para cumplir propósitos más puntuales. Apaños diarios ubicados fuera del ordenamiento legal, o que más bien escapan de él, que sirven para jugar al escondite con el fin de sobrevivir.