Gabriel Gatti
Bilbao (alrededores), 17 de marzo de 2023
Desde hace unos años paso por ahí, a menudo, cuando me escapo a dar una vuelta en bicicleta y voy hacia el suroeste, dirección Balmaseda. Es un punto que está a unos 10 kilómetros de Bilbao, en la carretera BI-3651, que corre paralela al río Cadagua. Ruta natural de entrada a la parte oeste de la ciudad, la más fabril. El punto del que hablo está por Alonsotegi, más o menos. Me di cuenta de su singularidad cuando vi que en el Strava —la red social de actividades deportivas— alguno la nombró hace años como “El repecho del puti” (hoy, corrección política mediante, se renombró). Es una cuestita empinada, de unos 300 metros, que viniendo desde Bilbao deja a la derecha un espacio amplio, con un parking grande, dos, uno a cada lado de la carretera, y en el medio un edificio de unos cincuenta o sesenta años, en buen estado, con jardín y no sé si una piscina. Cerca de ahí hay todavía alguna fábrica funcionando, no sé si fábrica, taller más bien, algo que aloja alguna actividad auxiliar de alguna industria mayor, de esas que alguna vez abundaron en la zona. Quedan también las carcasas de alguna empresa vieja, más o menos en pie, más o menos cayéndose a pedazos, según lo que los años dicten. Y quedan viviendas —“unifamiliares” quizás sea mucho decir, pero no son edificios de plantas, y si tiene son dos o tres, tantas como familias necesitasen las fábricas cercanas—. Todo eso tiene las paredes ya muy oscurecidas por el paso del tiempo y la acumulación de mugre de la carretera. Y hay descuido. Pero hasta hace poco funcionaba, algunas de las fábricas o talleres, el “puti”, las casas. De los balcones de estas, que dan a la ruta, siempre colgaba mucha ropa, y alguna vez vi algún zapato de tacón alto. Y bicicletas de niño. No sé si hay huertas de esas que se improvisan y luego la improvisación dura, aunque siguen pareciendo improvisadas. Un mundo lumpen. Cosas de esas de antes, de las de la vieja pobreza.
Pero voy al tema, al del repecho, el puti. Se llama Las Vegas y es un club de alterne; sagaz que soy lo deduzco del logo, del mismo nombre, y de las luces de neón de las letras que lo componen. Está dentro de los edificios de cincuenta o sesenta años que mencionaba. Hasta hace dos o tres meses siempre que pasaba nada indicaba que hubiera gente dentro salvo porque en sus dos amplios aparcamientos los coches no cabían: unos veinte o treinta, siempre. La actividad debía ser frenética dentro, pero fuera nunca vi a nadie, si eso a alguien en las casas —esas que digo que tenían paredes oscuras por el paso del tiempo y del descuido— o en las fábricas de por ahí cerca, las que todavía tienen alguna actividad.
Pero gente no vi, solo rastros —varios— de los bordes del viejo mundo obrero, puertas de entrada al siguiente círculo de seguridad y protección, el del viejo lumpen. No era raro ver esos paisajes hace un par de décadas, de vivienda indigna, recién construida, pobreza extrema, y con sus putis y todo. De estos, recuerdo los que punteaban la zona de fábricas de Legazpi, en Madrid sur, en los ochenta, o el puticlub cerca del Pryca de Rentería o hasta hace poco el de Zubielqui, llegando a Estella. Eras zonas de la ciudad ennegrecidas, como de película de Ken Loach. Por eso, porque ya había dejado de ser habitual ver esas cosas, me chocó la primera vez que pasé por ahí. Strava me dice que era 2018. Me hizo entonces gracia la ironía del Strava. Pero las otras 20 veces que pasé en esa dirección —es lo que Strava me recuerda— ya no me sorprendió. Solo me llamaba la atención que nunca vi a nadie. A lo demás le daba una lectura un poco folclórica. Tenía conceptos, creía yo, para entender lo que pasaba.
Hasta que pasé por ahí hace un par de meses, y algo me perturbó: no había coches, solo basura, las marcas de lo que debió ser un desalojo rápido, tan rápido que ni noticias dejó. Tampoco había movimiento ya en algunas de las casas de alrededor; quizás eran las que alojaban a las personas que trabajaban en el Las vegas. Me paré y saqué una foto. Se ve el neón, apagado. Y mucha basura, pequeñas cosas la mayoría, algún sillón, nada que dejé lugar a muchas especulaciones. Ni un coche en ninguno de los dos estacionamientos. Ruina de la ruina.ç
Y hasta ahí los hechos. Y ahora dos comentarios.
El primero: lo que veía hasta hace un par de meses era una muestra de un paisaje raro, en extinción en este Bilbao edulcorado, que funciona bien tapando / escondiendo / expulsando. Era uno de esos lugares con mayúscula, la mayúscula de las cosas que duran y dan identidad, aunque uno propio del lumpenproletariado, en el borde subalterno del subalterno, un poco más allá del barrio obrero, de la zona de fábricas, de los economatos de empresa. En el primer círculo de la espera, justo donde arranca lo invisible: lo que pasaba dentro apenas lo veía pero podía intuirlo por lo que sí veía, que conectaba con mi mundo. Era un lugar, ya digo. Imagino que esa zona de Bilbao que ahora son casas de fachada sucia, sin reformas desde hace años, que si no clausuradas casi lo están, que si no en demolición están a punto… siempre fueron así. Están al borde de la ciudad, en Basauri cuando se entra desde Bolueta, en Lutxana antes de llegar a la zona remodelada de Barakaldo, en Trápaga, Zorroza, Peñascal. Quedan pocos ya y si se los ve es porque la «piqueta fatal del progreso» no se los sacó de encima todavía y quedaron en huecos, agujeros, esquinitas, de alguna reforma. Tenemos catas de eso en Zorroza, en La Peña. Hay varias.
Quizás tuvieron alguna esfericidad, de esas de barrio con identidad; François Dubet ha hablado de eso en presente y Ander Gurrutxaga, en un bonito texto nostálgico que publicamos en Papeles. Y aunque no creo que llegaran nunca a ser barrio, la esfericidad del barrio obrero, esa vieja figura de la identidad fuerte, rotunda, dura, aunque seguramente no pasaron de ser nunca zonas de supervivencia, eran, dentro de su inacabamiento, estables. El puti, el las Vegas, era un cacho de eso, uno visible todavía. No sé qué había dentro, si oscuridad o no, si mucha oscuridad o no. Pero algo daba a pensar que con poco de lo que mi oficio me ha dejado era posible saberlo.
El segundo: antes no me sorprendía pero ahora que no hay nada me inquieta, me llama la atención ¿Qué es ese lugar? ¿Qué cosas pasaban ahí y por ahí? Es resto del resto, ruina de la ruina, abandono de lo que ya lo era. Resto, basura indefinible de gente que nunca llegué a ver ¿Dónde está ahora lo que había? ¿En qué pozo de mierda cayó? ¿A dónde se fue? Porque se fue y ya siento que no es posible saber lo que fuera que fuese. El puti era una puerta de entrada a un mundo lumpen, en el siguiente círculo. La puerta se borró para mí. No tengo acceso a lo que esconde. El radar que usé antes, el del folclorismo postquinqui, à lo Alex de la Iglesia, o el de la denuncia o el del asistencialismo no sirven ya. Se fueron más allá, al mundo desaparecido, y perdí la pista de la puerta de acceso. Queda la basura, poca cosa, inquietante, la prueba de su inestabilidad.
Bilbao, mientras, está cada vez más bonito. En breve el corredor del Cadagua será una estupenda vía verde, el muro protector de nuestro refugio.