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El sensorio del abandono y sus contenedores en el «primer mundo» (viñetas parisinas de ViDes, I)

Gabriel Gatti

París (Francia), 9 de abril de 2023

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Estoy en París, por un mes, en modalidad “estancia de investigación”, como investigador invitado de la FMSH, uno de esos regalos magníficos que te da a veces vivir en la Academia: venga usted, trabaje en lo suyo y hágalo mucho, cuéntenos después qué hace, pero hágalo a su ritmo.

Y te pagan.

No hay queja. Aprovechando ese privilegio, este mes lo dedicaré a observar abandonos, refugios, desapariciones en este lugar, París, en el que se inventó mucho de lo que hace a mi oficio. En solitario lo haré en parte; en otra lo haré con compañeras de ViDes.

Arranco por una constatación de primera hora, quiero decir, del día del aterrizaje en la ciudad casi. No es por respeto al orden cronológico ni por rigor etnográfico. Es porque si no lo hago así se me va a ir la posibilidad de decirlo porque ya no sentiré lo mismo que siento ahora ni veré lo mismo que veo ahora ni oleré lo mismo que huelo ahora, que acabo de llegar, y empezaré a sentir, ver, oler, en fin, pensar, del mismo modo que un local, que aunque no lo soy ni lo seré con solo un mes de estar aquí estaré a su altura en lo que hace a cosas que hay donde habito, en mis locales: hay Estado, hay ciudadanía, hay instituciones, hay contención, integración, control, y categorías con las que pienso el mundo y lo vivo. Como dije, a fin de cuentas en este lugar, Francia, se inventó mucho de lo que hace a mi oficio y lo que hace a mi oficio son todavía hoy las cosas que hacen a ese monstruo fantástico llamado “sociedad”, que estará en crisis, pero es donde vivo, como usted.

Usaré el privilegio de la mirada lejana, el rato que me queda para poder hacerlo. Me ahorraré el esfuerzo de teorizarlo: no diría nada que valiese realmente la pena acerca de lo diferentes que resultan las miradas local y la lejana en nuestro oficio. Si acaso diré algo, aunque no es eso del todo, no, no lo es. No tiene que ver con la mirada lejana y lo que el local no ve. Está más extendido: tiene que ver con cómo los que vivimos en el primer mundo sentimos lo que se nos escapa, en este caso, el abandono, la vida social del abandonado, o sea, la desaparición, o sea, lo descontado (lo que no se narra, lo que no se registra, lo que no se cuida).

Un matiz: decir «primer mundo» no es correcto salvo si «primero» se lee como un ordinal temporal y no como un superior jerárquico: no pienso en países ricos ni en gentes privilegiadas, pienso en los lugares donde el mundo se ve y se siente como se ve y se siente desde que el mundo es el moderno, ese de la sociedad, ese lleno de Estados, de derechos, de individuos, de terapias, de movimientos sociales, de depresiones y de estrés, de edificios y de oficios que encarnan y materializan todo eso. Hablo de eso que, tercera vez que lo digo, ya sé, se inventó aquí, en Francia, que por eso es «primer mundo», pero que también está todavía muy vivo en parte importante de América Latina, por ejemplo, en la mía al menos, quiero decir, en la que entiendo, que es en la que nací. Aunque no sea primer mundo en ese otro sentido, sí lo es en este otro, en ese del que hablo aquí: el mundo social se piensa así, desde ese sensorio, el de la sociedad de los sociólogos. Lo coloniza todo. Sé que de tan grande la afirmación puede sonar burda. Pero qué le voy a hacer, es verdad.

Voy a la cosa, que tiene forma de una sorpresa (de dos) y de la caída (la mía) en lo común. En esta estancia en París de abril de 2022 me está sorprendiendo la enorme miseria que DEJA VER la ciudad. Deja ver, en negrita, subrayado, en letra gruesa: no hay cómo evitar cruzarse con gente en la calle, con gente tirada, con gente hecha mierda, con cuerpos solos o en grupo que uno piensa con el prefijo des- o con el prefijo sub-. París se desbordó y es verdad que siempre hubo clochards, y que de los SDF se habla hace tiempo, pero esto es otra cosa, es abandono, y es masivo. Son muchas personas, muchas tiendas de campaña de Decathlon que los alojan, muchas valijas con sus cosas, que ves por todas partes. En cualquier parte. Errantes, vagan, y no puedo no verlos… en estos primeros días al menos no puedo. Esta es la primera sorpresa. La segunda la acompaña, y es la de la potencia de los contenedores de este descontrol de la humanidad des- que sostienen el sensorio de los habitantes estables de este primer mundo, que no ven, no pueden, el desborde, la desaparición, el subregistro, el descuento, el descuento radical que suponen todas estas vidas de mierda.

En realidad, son tres sorpresas: la tercera es que ya tengo que empezar a hablar en primera persona del plural, pues casi estoy sintiendo así y (no) viendo lo mismo. Antes de que me atrape del todo ese sensorio, cuento un par de historias. La primera cuando conversé con un amigo, sociólogo, sociólogo bueno además, de los que piensa el mundo de raíz. Sociólogo de pobres y de miserias. Sociólogo pues. Conversaba con él de varias cosas: de cómo las manifestaciones contra el aumento de la edad de jubilación en Francia, por su éxito, y su masividad, eran impensables en otros países de Europa y revelaban no solo el rechazo de una medida concreta, no solo el rechazo masivo al autoritarismo despótico de Macron, sino algo más de fondo: la defensa de la sociedad. Y me asombraba cómo esa constatación iba asociada a viejos mecanismos de contención, de control del miedo al desorden: el de la esperanza (la de que esas movilizaciones lograsen incluir a más gente, la de que por poco que funcionen se lograsen mayores niveles de equidad), el de la explicación (pues al tener delante muestras tan intensas de que algunas viejas cosas funcionan, como sin quererlo empezamos a pensar que otras viejas cosas también marchen, por ejemplo, las que usamos para explicar de dónde vienen, quiénes son, por qué los “pobres extremos”). La sociología, ay, que es ciencia nostálgica, a la que le cuesta dejar atrás su herencia. Y qué sé yo, lo entiendo: esto, París, está todavía plagado de mensajes y de edificios y de instituciones de construcción del mundo compartido, de lo común, muy potentes, esas que llegan hasta aquí desde el Estado republicano, que están muy activas aun. Pasa en Uruguay también, hasta en México, Argentina o Brasil, que están más descompuestas. ¿Cómo no creer en las esperanzas y explicaciones de mi amigo si en cualquier rincón se topa uno con cosas como esta, una Mairie —un ayuntamiento— que despliega en su fachada un pancartón con grandes y viejas y hermosas palabras como «solidaridad» o «movimiento social»?

O esta, que es lo mismo, pero más vieja y más civil, pero que opera igual: “Aux classes laborieuses”, que es a quien se dedica un viejo centro comercial, las clases populares, los que aun con poco eran, y eran mucho, ciudadanos.

Esos aparatos son tan grandes, tanto, tan fuertes, tanto, que no dejan ver que debajo hay mucho que se salió, que ya no entra, que ya no cuenta. Miento: si lo ven, pero solo si lo explica, si lo contienen. En donde estoy residiendo, cerca de la Gare de l’Est, está repleto de miseria y abandono, pero lleno también de distintas piezas de un aparato asombroso de contención: la Armada de Salvación de mañana, que da desayunos, los Resto du Coeur de noche, que dan cenas como a 300 personas; las “maneras” de los asistidos que actúan así, como asistidos, muy ordenados, haciendo cola, esperando turno; las visitas médicas; los comedores; la trêve d’hiver, que no deja expulsar a alguien de una casa o perder el cobijo de un soportal, una plaza, una valla de una obra mientras dure el invierno. Todo un aparato de refugio, pues: da comida, permite el resguardo, el techo, otorga protección. Una de mierda.

También funciona así, conteniendo, refugiando, el sentido común: con quienes hablo de esto, me lo explican, lo sitúan, lo ordenan. “Es por…”, “Ocurre en….”, “Esto existe desde…”. Lo acotan en cronotopos de excepción (tal rincón de miseria, tal plaza de fumadores de crack, tal barrio olvidado), lugares que (policialmente) se limpian que (políticamente) se gestionan que (analíticamente) se comprenden. No rompe ese sentido, el común, y es tan inclemente ese sensorio: hoy, cuando remato esta nota, llevo ya 13 días en París, y empiezo a no poder contar bien lo que sentí al llegar. Me ocurre lo mismo en Bilbao, de hecho: ahí, o lo busco, o trabajo con mecanismos que ayuden a la percepción de la rutina y sus quiebres o no veo nada que rompa su orden(ado) cotidiano, tan limpio.

El 5 de abril comemos en el Bouillon de enfrente de la Gare de l’Est. Vamos luego a la manifestación contra las reformas de Macron, en Metro, que hay apuro. Un olor intenso viene de atrás de donde estamos parados, de esos que conozco de siempre de París. No es de sudor, sino de suciedad integrada a un cuerpo. En Bilbao es raro olerlo. Acá mucha gente hiede así, a mugre metida en los poros. Detrás, sentados en los strapontins, dos personas jóvenes, de unos treinta y poco. No destacan mucho por nada, aunque ella parece ligeramente sucia, él no: ropas comunes, estándar, no muy gastadas, actitud tranquila. Primero se baja él. El olor se desvanece en parte. La chica sigue ahí, pero no la veo, está detrás de mí, aunque la huelo. La miro: mirada perdida, habla sola, ropa raída… No está bien. Pero si no es por el olor, no la hubiera percibido, no la hubiera registrado como alguien fuera del común.