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En el BROU, lo bizarro (Uruguay visto cada tanto, VI)

Gabriel Gatti

Montevideo (Uruguay), 26 de Agosto de 2023

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Al día siguiente de llegar a Montevideo, en junio de 2023, me acerqué al Banco República de Avenida Brasil y Juan Benito Blanco. El BROU, una institución pesada de este país de instituciones pesadas. Siempre me irrito y me río, por partes iguales, cuando voy al BROU: me irrito por lo lento y torpe, me río por las escenas, de un folclorismo que, en algún punto, me enternecen. Esta vez todo eso se dio mezclado hasta el paroxismo bizarro, de ahí esta nota, que no pensé que tuviera nada que ver con refugios hasta que sí tuvo, y tanto que tuvo.

Pintura básica para no conocedores: de un lado, las pretensiones de modernidad tecnológica del banco, aceleradas desde años atrás, incomprensibles para casi cualquiera: cambio en las numeraciones de las cuentas, distintos tipos de cajeros, el ebrou con códigos que no sé leer… Del otro, un aparato muy aparato, lento, procedimental, parcelado… Y la clientela, que refleja todo eso, y va desde el joven o la joven nerviosa y apurada, hasta, y, sobre todo, el anciano o la anciana despistada con el aparataje; estos últimos son muchos, son parte de una generación que en Uruguay tiene jubilaciones, y eso pasa por el banco.

Contexto y coyuntura: ese día había mucha gente, filas de estos ancianos, muchos de ellos acompañados de familiares más jóvenes; hacen cosas siempre muy lentas porque necesitan mucha asesoría y mucho tiempo. Retengo la imagen de una, sola, con un suero en la mano, una de esas bolsas de suero de hospital o de ambulancia. La llevaba como si tal cosa, colgando de la mano, preparada para llevarla a casa. Pues de eso abundaba ese día en el Brou de Avenida Brasil.

Hechos: Aunque el banco acababa de abrir, cuando llegué todas las sillas (una veintena) estaban ocupadas, casi todas, con la legión de veteranos, que, numerito en mano, esperan a que alguien de las burocracias viejas del lugar les atienda. Son cajeras de banco con mucha experiencia y mucha lentitud, operarios con chalequito del color del logo del banco —¡con chalequito!—, muchachas muy jóvenes que atienden dudas que aunque jóvenes gastan ya cara de funcionarias aletargadas, que tienen rostro (y chaqueta) de institución. No por eso faltaba de lo otro, el despliegue tecnológico del banco, que se materializa en un conjunto de cajeros de uso difícil, muchos de ellos averiados, que requieren explicaciones (de los funcionarios del chalequito o de las operarias con chaqueta) y se mueven con lentitud (pues sus usuarios son los que son y los que tienen dinero son los viejos). Hay nervios en esa parte del banco, de entrada, los míos, pues me tienen de un lado para otro con un trámite pedorro pero protegido por muchos protocolos que lo enlentecen y oscurecen. Entre cajeros que no funcionan, jóvenes nerviosos, ancianos en la cola asiduos al mansplaining, otros —de la misma tribu, la del mansplaining— que presionan a los demás para que se apuren… me empiezo a reír. Debe ser el jetlag. Solo paro para observar una escena: un ciudadano chino muy chino pregunta a uno de los funcionarios del chalequito, uruguayo muy uruguayo, por las virtudes de su nueva cuenta corriente en dólares. Lo hace en chino, el primero, mientras el segundo le contesta en castellano. Entre ambos, google translator, que media rigurosa y disciplinadamente mientras los demás (o yo, al resto del público, atento a que quedase alguno de los dos cajeros disponibles libre, no parecía llamarles la atención el show) oímos todo: la cantidad de dólares del oriental (de China), los requisitos orientales (del Uruguay) para manejarlos sin control… Mientras, la señora con el suero en la mano intentaba hacer una operación que el cajero en el que estaba no podía hacer.

Algo desesperado, salgo a la calle. Conmigo, ahí fuera, había un muchacho que no parecía ni chino ni jubilado, ni siquiera cuentacorrentista. Estaba nervioso, se movía inquieto. Pensé que era por las situaciones absurdas que empezaban a multiplicarse en el banco, pero no, no era eso. Salió fuera porque quería vapear. Hablaba solo. Como estuve mucho rato en el banco pude ver que hacía eso de entrar y salir muchas veces; él, estaba allí, desde las 13 y me imagino que se iría a las 17h, el horario de apertura al público del banco: se sentaba en las sillas donde las ancianas y los ancianos esperaban que les atendiesen y dejaba debajo su mochila-casa-pertenencias-cama, con sus cosas; era de esa tribu, ya planetaria Nadie le dijo nada, no en ese rato. Era un habitante de la calle, que en esta institución del Estado, abizarrada como está, encontraba protección del frío invernal, cobijo, resguardo, refugio pues.

Lo folclórico, fíjate, escondía la posibilidad de una cata de campo.