María Martínez
Madrid, 17 de mayo de 2022
En una de las entradas a la Casa de Campo, en el acceso por la Carretera de Boadilla del Monte tras dejar la autopista de Extremadura, muy cerca de mi casa, hay un recinto del Canal de Isabel II, la empresa pública de agua de Madrid. Es un espacio más o menos triangular con un edificio de esa empresa y un terreno vacío (el edificio ocupa sólo una pequeña parte). El terreno, delimitado por vallas, está dentro de la Casa de Campo que en esa zona tiene muros. Cuando accedo a pie desde mi casa a la Casa de Campo paso siempre por el límite izquierdo de la valla de ese espacio. Desde que nos instalamos en Madrid, voy por esa zona a menudo a pasear con mi peque, le llamaré A. En muchas ocasiones de nuestras salidas, paramos un rato junto a esa valla porque tras ella, en el terreno de la empresa Canal de Isabel II, hay gatos que merodean y es una forma de pasar un rato. Los gatos entran y salen a su gusto del recinto del canal, parece que viven en la zona, que ese es su hogar. Hace tiempo, antes de la pandemia, creo, y justo al volver a abrirse los parques tras esta, encontrábamos a menudo una señora —siempre la misma— que traía comida y agua a esos gatos. A la señora le gustaba bien poco que A. se acercara a la comida, aún menos a los gatos pues les asustaba y no les dejaba comer tranquilos. Ella se ocupaba, cuidaba a esos gatos. En una ocasión le pregunté, por intentar hacer conversación y rebajar la tensión que le provocaba A. si venía a menudo. Me dijo que cada día a la misma hora, que había que dar de comer a esos gatos que nadie cuidaba.
Hace un par de meses, en una de las ocasiones que pasaba por allí de camino al cole de A., me percaté que había un cartel. Me paré a leerlo. El cartel indicaba que esos gatos eran ahora una “colonia felina protegida” y que está prohibido alimentar a esa colonia, ya lo hace correctamente el “personal autorizado”. En las últimas frases del cartel se indica que abandonar, pero también molestar o dañar a gatos de colonias urbanas es sancionable. En efecto, bajo el cartel había cajas con comida, también algunas botellas de agua. Ahora, los gatos, bajo el mandato del ayuntamiento están protegidos, bien alimentados y cuidados.
En los días que escribo esta nota leo una noticia en El País sobre esas colonias felinas protegidas. En efecto, hay programa del Ayuntamiento (hay en varias ciudades españolas) para la gestión de los miles de gatos que merodean por la ciudad (más de 8.000 se calcula en Madrid). El programa contacta con voluntarias (la mayoría mujeres) para que vayan cada día a alimentar y dar de beber a los gatos; igual aquella señora es ahora voluntaria del programa y no ha perdido su entretenimiento. La noticia cuenta que una de las tareas de esas voluntarias es atrapar a esos gatos y esterilizarlos. Aprende técnicas de esterilización para hacerlo. El objetivo es que no se sigan reproduciendo y, finalmente, acabar con los gatos callejeros. Así, las “colonias felinas protegidas” son espacios de protección y cuidado (alimento, agua), pero ¿quizás también de lo contrario? ¿O es que cuidar y proteger, en este caso, es también acabar con los gatos? ¿Qué/quién se cuida o protege mediante esa acción?
Al lado opuesto del triángulo que forma ese espacio del Canal de Isabel II, en su vértice inferior derecho, hay otra salida del muro de la casa de campo. Esa salida, ya en la autopista de Extremadura, se encuentra bajo un puente peatonal y para bicicletas que conecta la casa de campo con el barrio de Aluche. El puente tiene una rampa bien larga para que las bicicletas puedan acceder y bajo esa rampa se forman una serie de arcos, seis si he contado bien, que dejan bajo sí huecos vacíos.
Pocas veces paso por ese lugar pues es muchísimo más agradable hacer el paseo entre mi casa y la parada de metro casa de campo por dentro del parque, el pulmón de Madrid, que por la acera que va en paralelo a la autopista. Tomé ese camino en un par de ocasiones durante el primer estado de alarma (marzo-mayo de 2020) de la pandemia. Entonces, la autopista no tenía tanto tráfico (estábamos todos en casa) y el ruido era menos elevado que habitualmente, aun así, menos agradable que la casa de campo. Pero esta estaba cerrada y era la única vía para acercarme a comprar a un obrador —excelente, por cierto— que está junto al metro Casa de Campo. Cometía, quizás una infracción (tenía una panadería más cerca de mi casa), pero me permitía salir de mi refugio un ratito más largo. Era mi pequeño escape; mi refugio dentro del refugio obligatorio. Yendo hacia el obrador me percaté que los huecos que dejaban los arcos estaban ocupados. Había varias tiendas de campaña, la mayoría improvisadas con plásticos y otros elementos, varios fuegos y muchos enseres, incluyendo colchones. También había alguna que otra persona. Estábamos todos refugiados en nuestras casas frente al COVID; ese era su refugio.
Ya digo, poco paso andando por ese lugar, ahora que el tráfico ha vuelto a la autopista y que la Casa de Campo está abierta, lo evito a toda costa. Sí forma parte de mi recorrido habitual en autobús, el que hago al volver del trabajo o cuando volvemos A. y yo del cole (o del parque tras el cole). El trayecto es demasiado rápido como para ver detalles, pero durante mucho tiempo no vi las tiendas, ni los fuegos, sólo algo de basura (¿basura?). Pero hace unas semanas, han vuelto las tiendas, también rastros y algo de movimiento. Esos huecos han vuelto a ser ocupados. No sé el motivo, si será que vuelven con el buen tiempo y pasan el invierno en otro refugio. Da igual. Hoy me decidí a ir andando, a pesar de lo incómodo del paseo. En efecto, hay “vida” de nuevo en esos huecos. O, más bien, materialidades que pueden identificar que ahí hay vida. Restos de cosas que no parecen mera basura o es basura salvaguardada para la vida. En el último arco creí ver la cabeza de un perro.
Allí, sin embargo, no han colgado ningún cartel. No ha llegado ninguna institución a declarar ese espacio como una “colonia humana protegida”. No se ha oficializado la protección, ni esas personas han sido pensadas susceptibles de cuidado. Allí tampoco va la señora que cuidaba a los gatos llevándoles comida y agua —ni fue antes, ni va ahora—. Sólo se ven cuerpos que sobreviven en los huecos que dejan los arcos de un puente, en el borde de una, de nuevo, ruidosa autopista.