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Judith Butler en Cancún (extracto del diario de campo en México, noviembre de 2017)

Por Gabriel Gatti

Para dar dos charlas y, de paso, para la segunda etapa del trabajo de campo en México, Iberia me lleva de nuevo para allá, pero me lleva mal, porque nos tuvimos que quedar varados en Cancún. Soporto las cuatro horas de espera en el avión leyendo a Butler, su capítulo sobre el derecho a aparecer en Cuerpos aliados y lucha política (Paidós, 2017), que me daría muchas pistas para entender lo que pasó en la ciudad del Caribe mexicano, la desesperación por aparecer de sujetos medianos como los que íbamos en ese avión y la imposibilidad de aparecer de los sujetos fuera del medio como los que hay allí afuera y allí abajo.

Llegando a Ciudad de México (CDMX) veo en el mapita de mi pantalla que el avión está dando vueltas. Al rato la comandante avisa que no es posible por «intensa niebla» llegar allí ni tampoco a la alternativa habitual en esos casos, Guadalajara, y que hay que ir al tercer aeropuerto de México, Cancún, en el Caribe mexicano. O sea, a 1600 kilómetros de CMDX a nada de La Habana. Vamos, en el quinto carajo en relación a mi destino. El avión aterrizó allí con la promesa de partir inmediatamente, adverbio que duró cuatro horas de espera en cabina, con el público intranquilo y con metidas de pata cada vez más visibles de la tripulación («nos están tomando el pelo estos mexicanos», «nos han dicho que ahorita»), promesa que quedó en nada , cuando ya muy entrada la mañana —el avión había aterrizado a las 4:00 am— nos desembarcan, hacen que recojamos las maletas y en un espectáculo curioso de racionalidades en choque nos terminan llevando a un hotelón de Cancún. Era curioso el espectáculo, en efecto, porque el pasaje era bien variado: mexicanos que vuelven o vienen y van, muchos turistas ordinarios, que estaban contentos porque creían ver (y así fue) que su viaje se acortaba, pues su destino era Cancún y con esta parada inesperada se ahorraban una escala, y hombres y mujeres de negocios varios (yo mismo seguramente me pueda incluir ahí) que alteraron su ruta, de trayectorias lineales. Estos éramos los más nerviosos. El desembarco en Cancún también tuvo su aquel: muchos nervios en algunos, poca información en los locales, falta de «pastores» (guías, responsables de algo), muchos ahoritas bastante irritantes. Hasta que irrumpió la racionalidad turística e hizo de un grupo disperso y circunstancial de pasajeros con propósitos variados una masa aborregada de sujetos que se dirigían al mismo lugar, un hotel (de un español, ¿qué tramas esconde esto?) de turistas, de los de all included. Visto desde otro punto de vista, y aunque en el mientras todo me pareció lento, también sorprende la eficacia arrasadora de los protocolos que se ponen en marcha cuando hay una de estas «catástrofes minúsculas» y la entidad de las cosas que comunican esos protocolos: naciones, empresas, compañías aéreas, autopistas, máquinas para mover aviones… Lo cierto es que siempre estuvimos trackeados, monitorizados, registradosQue nunca salimos de nuestro espacio de aparición, uno de gran visibilidad. No es una metáfora: siempre estuvimos rodeados de artilugios para ver.

Ya pastorizados, o sea, pasteurizados, todos quedamos tranquilos: aparecimos en un lugar reconocible, en una dinámica manejable. Todos, yo también, y eso que durante el largo trayecto en un pequeño autobús desde el aeropuerto a un hotel que no sabíamos ni cuál era ni dónde estaba era el único que no podía comunicarme con mis espacios de existencia ordinaria, los que recorro en mi trayectoria habitual cuando viajo (mi origen, mi destino) porque no tenía conexión a red alguna y, por tanto, no pude hacer uso del WhatsApp ni del mail ni de nada que me colocase en alguno espacio mapeable para los otros que comparten un lugar conmigo. Los otros viajeros sí, y vaya que lo usaban: conectados a ese, su campo de existencia, aún sea para comunicar su desaparición puntual de las coordenadas de ese mapa, reducían ansiedad, y aparecían de nuevo en él.

El autobusito recorre una ruta rápida, muy rápida. A los costados hoteles… no, espacios de seguridad recortados a un entorno selvático. A un lado, cada tanto, se ven mexicanos que parecen reales: pobres, oscuros, quizás al acecho. Es zona muy turística. Al otro, vallas con guardias parapetados cada pocos metros, no veo si armados pero lo presumo, velando por lo que ahora aún no vi, los hoteles rancho. Y dentro, cuando entro lo veo, los hoteles rancho: son granjas de felicidad programada, espantosos. Vegetación espectacular, papeo variado, el Caribe, animales raros que trotan… Y mucho ruso entrado en carnes,  y mucho gringo lleno de flores, y mucho español «simpático», todos vociferando su superioridad mientras vomitan tópicos sobre México y América Latina («ya sabes cómo entienden estos el tiempo…»). Algo de asco da.

No es feo. Parece todo a mano. No hay manera de desaparecer de allí, y sería deseable. ¿Al otro lado? No tengo ni idea qué hay, pero por ahí no aparece.

Referencias:

Butler, J. (2017) Cuerpos aliados y lucha política. Barcelona: Ediciones Paidós