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La canchita protegida (Uruguay visto cada tanto, 7)

Gabriel Gatti

Casavalle, Montevideo (Uruguay)

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El barrio Casavalle está en Montevideo norte, lejos de los barrios de casas con firmas de arquitecto de la parte de la ciudad que bordea el Río de la Plata, pero también en la ciudad letrada, quiero decir, en zona marcada por viejas planificaciones e intervenciones de todas las manos del Estado. Todavía lo está. Es zona popular, pero está dentro: viviendas de construcción auspiciada por el Estado en los años cincuenta, de cuando data la planificación que dejó plazas, ambulatorios o escuelas públicas, esas en las que en Uruguay se hace crecer a ciudadanos que, además, lo son, y que creen serlo. El tiempo que estuve allí, poco, cuando era niño digo, fui a alguna, pero no de ese barrio.

Las trazas de aquella planificación se siguieron; el barrio creció, dio identidad y nombre a los que nacieron allá, a los vecinos que se cultivaron y crecieron en Casavalle. Pero desde los años ochenta del Siglo XX se inició un declive que les afectó, como a los otros barrios que antes nutrían de obreros a fábricas o frigoríficos del perímetro de la capital. En El Cerro, Peñarol, Capurro, Casavalle el mundo se degradó. Hoy, el 405, el ómnibus de COETC que une Parque Rodó con barrio Peñarol, mueve ciudadanos del norte al sur, siguen estando allí las instituciones, la escuela todavía forma, y la policlínica aun cura. Y todavía la Universidad de la República, que es universal, pública, libre, laica y gratuita, trata a esos barrios como “territorios” para sus políticas de extensión. Pero aunque pase todo eso, todo cambió y se rompieron los viejos puentes que en un hilado fino de instituciones y personajes conectaban a estos ciudadanos con los de las casitas de firma de arquitecto. El Estado, dicen las vecinas, se retiró y sienten incluso que muchos de los chicos que merodean por allí, los hijos de aquel, las nietas de aquella, desaparecieron, pues aunque están no son lo que debían ser, que son “bichos”, ni humanos siquiera.

Aun con todo, algo permanece del viejo jardín. En diciembre de 2023 visité Casavalle con un grupo de colegas del proyecto ViDes, vidas descontadas. Se cumplían diez años de la inauguración de la plaza Casavalle, linda, pública, cuidada. Está ahí, escoltada por la escuela, la policlínica, los bomberos y el centro cívico, henchida de estatalidad uruguaya. Los vecinos más activos lo celebraban, y se reivindicaban como vecinos denunciando: muertes, peligros, olvidos, presencia de nuevas soberanías y, en el límite, pérdida del sentido de la vida. Conversamos con militantes, con profesores de universidad, con referentes del barrio, ciudadanas, con el alcalde y con activistas pro-diversidad. Nos dijeron de horas de seguridad y de oscuras presencias, de casitas a un lado y a otro de la plaza, cada una en zona de poderes enfrentados. Y vimos la plaza, en medio de todo, que era celebrada. Ese jardín de asfalto era el protagonista.

Laura, mi contacto allá, me presentó a Eloísa, profesora de arquitectura. Trabaja allí en los programas de extensión. No lo sabía, pero Eloísa era parte de Trayectorias, un programa interdisciplinar de la universidad con el que organizábamos el seminario sobre vidas a la intemperie y agotamiento del relato de las ciencias sociales que nos llevó a Montevideo. Eloísa me contó de los barrios que separaba la plaza, enfrentados, y me llevó a ver en lo que trabajaba, el cercado de una canchita de fútbol situada en medio de uno de esos barrios. Desde la plaza caminamos apenas unos 200 metros, hasta llegar a una calle muy estrechada por las casitas que se han ido levantando a lo largo de los años. Crecieron abigarradas a un lado y a otro de lo que la vieja planificación urbana llamó “sendas” y “pasajes”. En el centro de las manzanas que se dibujan en el damero que traza el cruce de las unas con los otros están las viviendas originales, aunque ya quedaron muy tapadas por las nuevas, que aunque precarias parecen querer ofrecer lo mismo que las primeras: cada una su jardín delantero y su patio trasero, frontyard y backyard. En los primeros, los vecinos nos miran al pasar y saludan a Eloísa y a su acompañante. Seguimos caminando por las sendas, de tierra, por donde el agua —la de lluvia y otras— corre libre. No parece “ciudad”, pero lo es, pues se ajusta al viejo trazado de los años cincuenta.

Termina la senda —la 8— y a la vista surge un espacio verde bien cercado, con focos. Hay niños jugando, algún instructor. Junto al perímetro vallado, se ve un conjunto de máquinas de esas de hacer ejercicio; se las ve por todo Montevideo, en cualquiera de sus barrios. Aunque el terreno está un poco inclinado sirve a su propósito, ser una cancha de fútbol. Me cuenta Eloísa que en sesenta años ese espacio nunca se tocó, que nadie construyó nada allí desde que se reservó para el terreno de juego del Club Atlético Rosario Casavalle hasta ahora. Qué poderoso empeño, cuánta fuerza. “Más de sesenta años defendiendo un rectángulo verde”, concluye Eloísa.