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La encrucijada de las maletas (viñetas parisinas de ViDes, III)

Gabriel Gatti

París, 23 de Abril de 2023

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Elegantemente sentado en la zona VIP de algún aeropuerto, Lionel Messi sonríe, seguro de sí mismo, del mundo, del futuro. Me mira fijo. Me mira tranquilo, apoyando sus pies o sus codos sobre una elegante maleta de Louis Vuitton, de a 10000 euros la unidad. Da seguridad. Trasmite secor, quiero decir: que está seco como lo están las cosas limpias y protegidas. Pero no lo vi en persona a Messi, no; estaba en un panel publicitario de esos de Jean Claude Decaux, uno parecido a los que hay en cualquier otra ciudad del mundo, uno que se levanta en el cruce entre la rue du 8 Mai 1945 y el Faubourg St. Martin, en Paris, en el XVIII. Es una esquina potrosa, un triste lugar de paso, que el mapa dice que se llama Madeleine Braun, aunque pasando por ahí a diario nunca vi ese nombre, el de una diputada comunista del duro Siglo XX. Por ella transitan a diario otros cientos de usuarios de maletas, como Messi, pero de otras maletas. Se mueven, pero con otras direcciones y con otros sentidos de «hogar», de «casa», de «refugio», de «seguridad».

Llevan maletas los viajeros de medio y largo recorrido que salen de enfrente de ese cruce de calles, de la Gare de l’Est. También los que van a entrar a ella. Para los que llegan la plaza es casi lo primero con lo que se encuentran al entrar en París entrando a la ciudad por esa estación si viajan desde Estrasburgo, Mulhouse, Nancy, Stuttgart y hasta desde Berlín. Hay de todo ahí, en esa población: turistas que se van de o vienen a largas estadías, estudiantes que vienen «de casa» o van «a casa», a la de mamá, a que les lave y les nutra, trabajadores de varios oficios. Se distinguen entre ellos por la edad, por la actitud, por la curiosidad, por la ilusión, que va de más (edad, actitud, ilusión, curiosidad) en el turista a menos (de todo eso) en el trabajador.

Con los primeros, los turistas, se pueden hacer graciosas clasificaciones: familias, aventureros, caminantes, parejas en camino de serlo… Sus maletas son grandes, coloridas, funcionales… Solía pararme un rato a mirar cómo hacían tiempo, pero no en esa plaza, que es fea, chica, que está en obras, sino en el Jardin Villemin, ahí al lado, más verde, más lindo, más ordenado. Ahí se ponen a mirar cómo algún jubilado juega a la petanca o cómo los niños juegan en el tobogán. Dejan pasar el tiempo.

Con los que llamé trabajadores, la cosa es más difícil de observar. No sé si es gente que vino para unos días o para una temporada, no sé si es gente que lleva sus cosas de currar en la bolsa, con actitud cansada porque acabó la jornada, o si están todas sus cosas en esa bolsa. No sé si se van o si vienen, o si están, quiero decir, si viven ahí, en la zona, con todo en la maleta, que pegada a su cuerpo es casi parte de él. Diría que todo eso es posible y que es posible a la vez: que en algún lugar está su casa y que vienen a Paris por tiempos cortos, por alguna obra, por alguna zafra, para cazar oportunidades. Y luego se vuelven. En Uruguay es un paisaje habitual en zonas de construcción: la casa lejos, una parte de su vida en la maleta. Y el fin de semana o al final de la obra, vuelta. Son gentes en tránsito, pero están dentro, quiero decir, que habitan «zona protegida», que son más o menos parte del «todo orgánico» que era como Simmel llamaba a la sociedad. O sea, que son como yo, o como usted, pero moviéndose más cerca del borde, aunque del lado de dentro. Como los estudiantes y los turistas. O como Messi. Bueno, como Messi no, aunque use maletas.

Pero todos estos pasan de largo por esta placita, la de Madeleine Braun. Si mirasen un poco más, hacia el fondo, o en los bancos, o bajo ellos, verían maletas de muchos tipos en la plaza. Están sucias, son más cutres, aunque tienen muchas más historias dentro que las de Louis Vuitton que sujetan los pies de Messi o las coloridas de American Tourist o Roncato o Samsonite de los viajeros en los que uno se reconoce. Son viejas bolsitas de deporte, mochilas de segunda, bolsas que contienen tiendas de campaña o sacos de dormir. Van casi siempre pegadas a sus dueños y dueñas, que es gente que pasa o que está o que es en esa encrucijada de calles de París. Gente asfaltizada les llama Guillaume Le Blanc: ahí duermen, ahí esperan a que alguna institución de asistencia les dé de desayunar o de cenar, ahí se lavan o van al baño, a uno de Jean Claude Decaux también, de esos que París ofrece para un apuro y que, en ellos, es para algo más. Viven proyectos de media hora, siempre con la maleta a cuestas, pegados a ella. Esas maletas son su casa; o su casa está dentro, no sé bien. Y aunque no sé qué tienen dentro, no creo que fuera haya otros lugares u otras cosas en los que estos sujetos puedan usar el verbo tener o algún posesivo. La maleta, la bolsa, el saco, es su hogar. El dentro y el fuera se confunden ahí, en este artilugio para moverse que es en ellos tránsito / movimiento y además hogar / refugio. Es raro, Eli lo vio bien: se les llama SDF (sans domicile fixe) y sin casa de las que reconocemos como casa y con su maleta encima lo parecen, pero están bastante pegados a un lugar.

Yo vivía ahí al lado, en una residencia para investigadores y artistas. Se ve al fondo de la foto, detrás de estos portadores de maleta y de otros muchos que esperan, haciendo cola, la colación de la tarde. En la foto se ve también a Ainara, mi hija. Es la chiquita con chaqueta celeste, de las pocas personas que no va pegada a una maleta. La suya, como la mía, estaban en su armario, y su casa, como la mía, en Bilbao, bien guardada y abrigada. El mes que pasé en París buscando situaciones ViDes me desconcerté mucho con una de las categorías que buscaba, «vidas en tránsito», viendo los significados variables de «maleta», una de sus materialidades. La de Messi, la de los usuarios del tren, la de turistas o viajeros, la de estos a los que ni sé cómo llamar. Sans abri, sans domicile fixe. No sé. Maleta-cobijo, maleta-refugio. París siempre tuvo maletas: es una ciudad de muchos movimientos, cortos como los del flâneur, medios como los del bohemio, largos como los del viajero, sea turista o antropólogo. París debe tener también una enorme cantidad de monografías sobre su maletización, pues si algo tiene París, además de maletas, son monografías. Es su ventaja —que mucho está dicho y hay que seguir pensando para decir más— y su problema —que te hace creer que todo lo que ves ha sido visto y analizado antes y que ya queda poco o nada por decir—. Pero me da que no, que aunque esta proliferación de maletas y maletitas suene a canción conocida, para su versión «mundo de mierda» queda todavía mucho por decir, mucho que no aparece en la biblioteca heredada.