Las malas
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Las Malas, de Camila Sosa Villada

María Martínez

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Las Malas es la primera novela de Camila Sosa Villada. Es una pseudo-autobiografía. Una historia más o menos lineal que, sin embargo, está repleta de idas y vueltas entre su descubrimiento infantil como no varón en cuerpo de tal en una familia pobre y su vida entre travestis prostitutas en la ciudad de Córdoba (Argentina) durante su etapa universitaria.

Travestismo y prostitución funcionan en la historia al tiempo como marcas terribles de la vida de Camila y como espacios de refugio. Terrible porque el travestismo le causa múltiples violencias (a ella y a sus compañeras): de su padre en la infancia, de sus compañeros de escuela, de la policía, de decenas de clientes cuando ejerce la prostitución, la violencia misma del ejercicio de la prostitución que la autora no dulcifica, y también produce sufrimientos (eran tiempos de VIH y la muerte era el aroma del paisaje). Pero paradójicamente travestismo y prostitución (que ella relata sin ninguna dulcificación) funcionan también como refugio o refugios. La novela es un relato durísimo de vejaciones, violencias y sufrimientos constantes, y al tiempo un relato de las esperanzas de construir una vida en medio de esas violencias.

Camila llega a Córdoba a estudiar en la universidad. Allí está en un mundo que sabe y le hacen saber que no es suyo —“Mis amigas, las travestis con que armaba familia, no entendían cómo soportaba la exposición, la luz diurna, la mirada heterosexual sobre mí, cómo era capaz de ir a cursar y de ir a rendir materias, ante profesores que ignoraban por completo mi existencia nocturna.” (p. 135)—. Una noche, saliendo de fiesta (porque el travestismo es en el libro violencias y disfrute), conoce a un grupo de travestis prostitutas en el Parque Sarmiento. La de Camila es, desde ese momento, una vida doble, la del día y la de la noche, cada una con sus violencias: la del día por la violencia sexista y homófoba, la de la noche por las violencias de clientes y policía. A pesar de esas violencias, la segunda es un lugar de existencia; un refugio. Y los refugios son múltiples. El mismo parque donde conoce a sus “amigas travestis” en el que ejerce la prostitución. Un refugio en el que conviven las violencias que en él se producen, las propias de la prostitución y de la prostitución travesti, y la protección del grupo de iguales, de sus “amigas travestis”. La casa de la Tía Encarna, una vieja prostituta travesti que ejerce de Madame, es otro de los refugios. Ella protege al tiempo que (im)pone sus normas y castiga cuando no se cumplen.

Pero a lo largo del libro, esos refugios físicos y no físicos, van perdiéndose. Las prostitutas travestis son expulsadas del parque. No es una expulsión directa, sino por el cambio en las infraestructuras del lugar (ej. llenan el parque de luz lo que las hace visibles y más expuestas a las violencias; “son de las sombras” dirá la autora) que, paradójicamente, las invisibiliza en lugar de visibilizarlas, las hace desaparecer. También la Tía Encarna como refugio termina desapareciendo. La Tía Encarna había “adoptado” a un bebé que las travestis habían encontrado en una escombrera del parque. Ese bebé va creciendo y, con ello, las violencias contra la tía Encarna que para sus vecinos no es, por travesti, una buena cuidadora. La violencia es tal que la Tía Encarna acaba sucidándose ella y al pequeño.

Ahí termina esta dura historia que la autora cierra con una frase que condensa lo que recorre Las Malas: “Nosotras, las olvidadas, ya no tenemos nombre. Es como si nunca hubiéramos estado ahí.” (p. 229). Desaparecidas, no más.