Orange is the new black
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Orange is the New Black, temporada 7

María Martínez

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La cárcel como refugio. Así titularía esta breve reseña si tuviera que ponerle un nombre. Séptima y última temporada de Orange is the New Black; la ya mítica serie sobre el periplo de Piper Chapman por prisión por un asunto de drogas. En esa séptima y última temporada varios de los personajes comienzan a salir de la cárcel. Piper es uno de ellos. Ella, como otra de sus compañeras, Cindy, tiene dificultades para hacerse a la vida fuera de la prisión. Nada raro, nada fuera de lo común. El mundo exterior es hostil para quien ha pasado tiempo en prisión, no hay lugar en el que no se encuentren desubicadas. Mientras muchos otros personajes siguen en prisión. Así, la temporada va mostrando esta doble vida —fuera y dentro de prisión— en una tensión que permite pensar qué vida es más “normal”.

Maritza Ramos, una de las prisioneras latinas con las que Piper compartió si no todos, casi todos los años en prisión, también sale de la cárcel. Como todas, salen bajo un régimen de libertad vigilada. Maritza retoma su vida. Le gusta la fiesta y empieza a acudir a clubs y discotecas. Una noche conoce a un jugador de fútbol americano (creo recordar) con quien entabla una breve relación. Él se tiene que mudar por trabajo de Estado y quiere que ella le acompañe. Ella no puede por las medidas de vigilancia impuestas. La última noche antes de su partida, hay una redada en el club donde está Maritza con el futbolista. Al pedirle los papeles, la policía se da cuenta de su situación de libertad vigilada y su incumplimiento de esa vigilancia. Maritza es detenida. En comisaria le preguntan por su estatus migratorio. Maritza creció en EE.UU. creyendo haber nacido allí —de hecho, había vivido toda su vida como estadounidense—, pero en realidad llegó al país de bebé. Sin embargo, no hay partida de nacimiento; Maritza no tiene la nacionalidad. La policía la lleva a un centro de detención de migrantes sin papeles con una orden de deportación a su país de origen, que ella, por supuesto, no conoce, El Salvador.

Lo potente de la serie no es tanto mostrar las triples vidas complejas y desubicadas: la vida en prisión, la vida en un centro de detención y la vida tras la salida de la cárcel. Lo potente es cómo trabaja la relación entre la cárcel y el centro de detención presentando el primero, al menos para Maritza, como un refugio, un lugar que la protegía. La serie lo hace creando un vínculo entre esos dos espacios —cárcel y centro de detención— que se produce porque las prisioneras, muchas compañeras e incluso la mejor amiga de Maritza, Marisol Gonzáles, empiezan a acudir como cocineras al centro de detención. Durante la temporada se muestran los esfuerzos de estas prisioneras para ayudar a Maritza y a muchas otras que están allí encerradas con una orden de deportación.

A través de ese vínculo, se muestra un contraste: en la cárcel, Maritza tenía un nombre, derechos básicos como llamar por teléfono, algunas pertenencias, la posibilidad de contactar a un abogado, etc.; en el centro de detención, sin embargo, carece de todo eso. La detención por infringir la ley migratoria convierte a Maritza, y a todas las que están allí —la mayoría no han pasado por prisión— en desaparecidas, inexistentes, han sido borradas de la “esfera de aparición”. No tienen ya nombre, aunque tengan cuerpo, ni derechos, ni el derecho a tener derechos. El contraste entre este grupo del centro de detención y el de las prisioneras que ejercen de cocineras es enorme. Las segundas existen, aunque sea una existencia controlada o vigilada; su detención está, además, justificada pues han delinquido. Las primeras, muchas demandantes de asilo, han quedado en un limbo de inexistencia que las expone ante la máxima desprotección. Si encuentra alguna protección no es por parte del Estado, sino gracias al apoyo de otras compañeras en la misma situación y de las que están en prisión.