María Martínez
Del patronato a las casas de acogida, de los orfanatos a los centros de menores, de los hospicios católicos a los hospitales médicos, de los asilos de ancianos a las residencias. Todos estos espacios de protección y/o amparo requieren de una mirada genealógica para entender su constitución presente; son una acumulación de capas —un palimpsesto, si se quiere— de instituciones, lógicas y modos de funcionamiento. Un palimpsesto porque no hay remplazo radical de un momento a otro, sino una acumulación de capas o estratos que debemos analizar uno a uno y en sus conexiones, mirando los rastros y huellas que dejan para entenderlos tal como hoy se presentan. Los espacios de protección presentes son una acumulación estratificada de instituciones y lógicas de protección y amparo pretéritas.
Si proyectamos una mirada palimpséstica a las instituciones, encontramos, al menos, tres capas o estratos. La Iglesia, por supuesto, en primer lugar. Antes, bien antes del franquismo y en otras coordenadas espaciales también, la Iglesia fue institución de amparo y cobijo (¿podemos llamarlo protección?) pues atendía a los más sufrientes, incluyendo a quienes eran desamparados por la ley del señor feudal o del poder de turno, eran espacios de excepción. A la Iglesia se suman más tarde las instituciones del Estado, pero no reemplazándola, sino acompañándola, con una mirada ya más propia de la protección social (ver genealogía). Al tiempo en que el Estado y sus instituciones intervienen, emergen los cuerpos expertos (medicina, psicología, trabajo social …) que constituyen un nuevo estrato institucional que interviene en aquellos patronatos entonces y ahora en los refugios aportando una mirada científica (y, por tanto, legítima) sobre las (des)protecciones y su vía de reincorporación. Más tarde, pero de nuevo constituyendo un estrato más, casi siempre presente hoy en día, el gobierno humanitario que en forma de tercer sector y ONGs (algunas laicas, otras católicas) interviene para llegar a hacer eso que el Estado no es capaz asegurando, al tiempo que criticando a veces, las limitaciones del Estado para asegurar la protección de todos sus ciudadanos. Atravesado por los mismos cuerpos expertos, pero en general desde miradas laicas y progresistas, parecen alejarse —habrá que ver— de lógicas de la Iglesia más centradas en la protección desde el control.
Así es. El palimpsesto es también de lógicas que se acumulan a la vez que se van superponiendo. Si de lo que hablamos es de instituciones de protección y amparo —como son las citadas aquí: casas de acogida de mujeres tratadas, centros de menores, residencias de ancianos, hospitales incluso—, no podemos obviar la conexión de estas instituciones con el sistema carcelario (Foucault, 1992). A pesar de la separación entre aparato carcelario, por un lado, y aparato de protección y amparo, por otro —para las mujeres (las violentadas y tratadas especialmente), para los menores (sin progenitores o cuidadores, entre ellos los llamados hoy “menores extranjeros no acompañados”), para los ancianos también…—, esa distinción se rompe si pensamos en forma de palimpsesto. Esto es, los rastros y las huellas de la lógica carcelaria no son reemplazadas por miradas integradoras y/o humanitarias con la llegada del Estado y de las ONGs. Al contrario, esta mirada a estratos permite entender que se mantengan rastros y huellas de la lógica carcelaria de control, como podemos sospechar del caso del Patronato y las casas de acogida. Así, ya no estaríamos ante una lógica pretérita de castigo y control, la que fuera propia del tiempo en que el sistema carcelario y el de amparo fueron parte de un mismo aparato, sino de huellas de lógicas de castigo y control en espacios (o refugios) pensados para la protección.
Tomemos el funcionamiento de residencias, casas de acogida o centros de menores como ejemplo y particularmente la idea de encierro sobre la que se sostienen. El encierro —para ser protegida o para cumplir una pena— exige normas internas que ordenen y, por ello, controlen movimientos, formas, prácticas, conductas, subjetividades. La protección y el amparo mediante el encierro supone, entonces y ahora, cierto control por medio de la norma de quien gestiona la casa o la prisión. ¿Para protegerse o ser protegida se requiere renunciar a la norma propia por la de otros? ¿Protegerse implica siempre sujeción —en el sentido de assujettissement—? ¿Estamos ante dispositivos —el sistema carcelario y el de amparo— que hacen de la disposición de los cuerpos, de ciertos cuerpos, su elemento común? Son preguntas que se activan desde esta mirada palimpséstica, esa con la que debemos atender a, al menos, los refugios más institucionales.
Referencias
Casado, E. (2002). La construcción socio–cognitiva de las identidades de género de las mujeres españolas (1975-1995). Memoria para optar al grado de doctor. UCM.
Foucault, M. (1992). Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión. Madrid: Siglo XXI.
García del Cid, C. (2017). Las desterradas hijas de Eva. Madrid: Anantes.
Juliano, D. (2009). Delito y pecado. La transgresión en femenino. Política y Sociedad, 46(1), 79-95.
Martínez, M. (2019). Identidades en proceso. Madrid: CIS.
Osborne, R. (Coord.). (2012). Mujeres bajo sospecha: memoria y sexualidad. Madrid: Fundamentos.
Del Patronato de Protección de la Mujer a las casas de acogida para mujeres tratadas El Patronato de Protección de la Mujer fue creado durante el franquismo. Fundado en 1941, tuvo como misión la resocialización de mujeres que salían del mandato de género prescrito por el régimen: la esposa-ama de casa-madre (Casado, 2002; Martínez, 2019; Osborne, 2012). Su tarea era reconducir o resocializar a las “mujeres caídas” (García Cid, 2017). Presente en todas las ciudades y provincias, ejercía un control moral sobre todo de las mujeres menores de edad (23 años entonces) para que no escaparan del mandato de género. Ejercer la prostitución, tener prácticas lesbianas o tendencias transexuales, pero también besarse con un varón en público, quedarse embarazada, o vestirse de manera que no correspondiera eran todas formas de considerarse “caída”. El Patronato funcionaba como una red que extendió su control a múltiples agentes: policía, personal del patronato, el cura o las monjas, la escuela, las propias familias… En caso de denuncia, la acción más común era la reclusión de la mujer en un “reformatorio” (a veces llamado escuela) con o sin el consentimiento de la familia. La duración de la reclusión variaba según la evaluación del caso y de la (im)posibilidad de su “recuperación”. Había también reformatorios diferentes según el perfil: algunos para lesbianas y transexuales, llamados manicomios en ocasiones; otros para mujeres embarazadas, donde el robo de bebés se convirtió en práctica común (García del Cid, 2017); algunos para quienes habían ejercido la prostitución, las más peligrosas probablemente; y otros llamados en general “escuelas” destinados a niñas y jóvenes más dóciles. En algunos de los lugares se ejercían formas de castigo físico, en la mayoría formas de abandono (mala alimentación, mala higiene); siempre se obligaba al rezo como forma de “rehabilitarse” para expurgarse del pecado cometido —no habían cometido crimen, sino pecado (Juliano, 2009)—. Estos reformatorios eran gestionados por órdenes religiosas —Oblatas y Adoratrices, entre otras—, algunas de ellas habían sido gestoras también de las prisiones de las mujeres durante el Franquismo. El Patronato no fue abolido hasta 1984. A pesar de su abolición tuvo continuidad ya que las mismas órdenes que lo gestionaron fueron y son en la actualidad, junto a otras laicas, entidades colaboradoras del Estado (central y autonómico) para la gestión de casas de acogida de mujeres por violencia de género o trata con fines de explotación sexual. |