Gabriel Gatti
París (Francia), 18 de Mayo de 2023
Y para el final, el principio….
En el principio fue París, a donde volví tras unos cuantos años sin estar por tiempo largo. Ahora por primera vez vine a hacer campo aquí, campo de ViDes, que es campo de cuando la sociedad no es, cuando es des-. Y con varias cosas en mente: vidas de paso, muertos de la calle, cuerpos sin registro, gente que deja cosas para otra gente alrededor de las estaciones de tren, eso tan moderno, tan de progreso. Hay muchas en París. Y vine a ver parques y jardines, que es otra cosa pero que no es otra cosa, pues son también cosas modernas y también son muchos los que hay en París. El campo lo hice con Carolina y con Eli: vimos algunos jardines y parques, y rincones en los que se esconden o habitan o transitan o se refugian personajes de la desaparición social, hablamos con colectivos que gestionan vidas en la calle, observamos SDF. También hablé con académicos que piensan en todo eso.
Y en el principio fue París también porque es el grado cero de la normalidad sociológica, su origen más bien, el “núcleo irradiador” de la sociedad misma y de los aparatos de gestión de lo que contiene. Aquí se inventó todo eso, o todo eso en la versión que estudio, la de lo social de los sociólogos. Integrar, socializar, educar. Todo aquí. La sociedad haciéndose y protegiéndose a sí misma. Todo aquí. Jardín a lo bruto, para la vida bonita, aunque joda la vida. Todo aquí, sí. Y aunque esté en crisis, lo que fue se sigue viendo hoy, en el brillo de un pasado que es presente en forma de categorías que se viven como ciertas (trabajador, ciudadano, jubilado, sociedad) o de edificios (las mairies, las plazas, los parques…) que activan en cada gesto su sueño fundador. Todo aquí, ya digo. Y qué joder, hasta emociona.
Todo eso está bajo ataque ahora, desde el centro mismo de la República, que emprende reformas de lo que ya se reformó en otras partes de Europa, el aumento de la edad de la jubilación en este caso: desmantelamiento de la sociedad, programa neoliberal. Cierto. Y hay, del otro lado, respuestas clásicas —movilizaciones sindicales— con novedades significativas —la incorporación a las protestas de sectores que normalmente no se movilizan (jóvenes)—. Es la respuesta de la sociedad a los ataques a la sociedad, dicen. Todo aquí, ya ven. Los defensores de ese patrimonio, de esa herencia, están contentos, así me lo hace ver un amigo, Denis Merklen, que busca muchas pistas de la supervivencia de todo eso y las encuentra con inteligencia, en trabajos como su reciente, Les indispensables. Me sorprende lo que en ese contento hay de celebración de la posibilidad de supervivencia por un tiempo más de ese magnífico sueño, la sociedad digo. Porque en los bordes la cosa está jodida… Eso es lo que vine a ver.
De casualidad, por esas serendipias que hacen lo sustancial del buen trabajo de campo y que a Ignacio Irazuzta le gusta poner en valor, fuimos en París a parar a una residencia, Les Récollets, pegada a la Gare de l’Est, que es zona de pasos, de tirados, de abandonos. Tenía a mano tres de las dimensiones de las cosas ViDes que venía a ver: vidas en tránsito, refugios fuera del refugio, cuerpos sin registro. Había no sé cuántas personas-a-una-maleta-pegada; ya hablé de ellas en otra viñeta. Había hasta un jardín, el Jardín Villemin, hermoso, con todo lo que debe de tener: un jardin partagé, muchos niños jugando, asiáticas haciendo Taichi, carteles de homenaje a viejos muertos sin registro, pista de petanca, una dependencia universitaria. Hasta una biblioteca había. Y pobres. Y vidas más allá de lo pobre. De este jardín Carolina me había hablado como un posible objetivo para observar porque durante un tiempo allí se concentraban refugiados afganos que se dirigían a Inglaterra. De eso ya no queda rastro. Pero eso es motivo de otra viñeta. Pero eso, todo de un plumazo, junto, a mano de paseo; si llegar allí fue una serendipia, que se pudieran juntar estas situaciones ViDes en un solo lugar era otra cosa. Eran muchas las entidades que se pusieron a colaborar en esas co-incidencias.
Pero todo eso no lo supe hasta la noche del día mismo en que llegué. Tras paseo exploratorio de la zona (¿Dónde hay un supermercado con productos bio? ¿Quién venderá cervezas Triple IPA en la zona? ¿es mejor el Monop’ o el Carrefour? esos grandes asuntos), tras ver con alegría que la residencia lindaba con un precioso jardín y que al lado teníamos un paseo largo y sin coches por la ribera del canal St. Martin, vimos también que en la tarde noche, en la puerta misma de Les Récollets, se armaban largas colas de gente esperando a recibir una ración de cena. Nos sorprendió: eran muchos (diría que unos 200 o 300) y muy distintos (gente muy asfaltizada, otros que no distinguiría de cualquier ciudadano común, en nada destacables, algunos con su maleta-vida a cuestas, otros no, sin nada, como llegando recién de su casa). Muy disciplinados (alguna disciplinada, pero pocas), se disponían pacientemente en la fila para recibir su comida. El efecto guau fue inmediato, también —confieso— cierta alegría por ver que cerca tenía mucha situación ViDes. Pensando en que estas duran poco y en materializar rápido emociones e impresiones que la rutina terminaría por disolver, saqué fotos, discretas, léase, miedosas, fotos malas, borrosas, distantes, esas propias de las vidas desaparecidas…

Y tomé notas, así, de las de primera impresión. Contento y a por otra…
Hasta que vi que no era por ahí que tenía que ir el registro de la cosa, que no era situación sino condición, ni momento, sino estructura: ocurría a diario, con desayunos, comidas o cenas, y a diario se congregaban esos cientos, si no más. Podía ser a media mañana para el desayuno de l’Armée du salut, o a la tarde, para las cenas que dan los de Restos du coeur. Si un rato antes de la entrega de comidas me disponía en algún bar o alguna plaza a observar qué pasaba, se veía cómo los residentes habituales de la calle se iban levantando, perezosos, para ir a hacer la cola, y que por las esquinas y las calles cercanas empezaban a aparecer, despacito, como zombis que caminan hacia algo que hace ruido, otros, que venían de otros lados: ¿Dónde estarán de día? ¿En sus casas? ¿En refugios ¿En agujeros urbanos? Si no fuese por esa pequeña multitud que los recogía enfrente de Les Récollets no los hubiera distinguido de cualquier otro transeúnte. Eran ancianos, gente sola, como mucha otra. Locales o migrantes, como mucha otra. Nada les distinguía hasta que ingresaban en esas zonas de excepción a la vista de cualquiera, y se convertían en masa. Ahí te dabas cuenta; antes llevan las mismas ropas que tú, tienen caras como la tuya, quizás más ajadas, quizás más decaídos, pero lo mismo. El ojo no los ve, solo los perciben, y quizás, otros sentidos, el olor o el tacto, pues hacen a la piel y al olor. La vista, con el paso de los días —en eso sí acerté— deja de percibir todo eso, pues muy rápidamente los integra en cierta rutina, los deja de percibir, los hace serie. Los normaliza.
Y sí: de a poco me iban dejando de conmover, y con poco empecé a hacer como mis amigos locales, explicar todo eso, remitiéndolo a la genealogía de un fenómeno que, es verdad, es de larga data en París, que es ciudad de mitomanías, de bohemia, de clochards… Guardo desde hace décadas, siempre al lado mío, una foto de un clochard parisino leyendo un libro; la debe haber traído mi padre de París cuando viajó por Europa en los años 50. Y luego los SDF y los sans abri convertidos en objetos sociológicos y con mucha bibliografía, que mis amigos, claro, me recomiendan. Lo sitúan todo en ese terreno duro y gris que Denis Merklen, en la estela de su maestro Robert Castel, llama la descalificación, el terreno de los inválidos para el mundo: quienes fueron y ya no, quienes están ahí, en un lugar cercano al borde del espacio del que fueron expulsados. A punto de caerse.
Pensando en ellos Denis destaca el trabajo de los que los contienen ese desborde, de los que frenan esa caída hacia fuera. O Carolina, que con el mismo buen ojo ve que esta gente que hace colas, que espera sin gritar, que come, calla y se retira, está en contacto con lo que nos hace comunes del mismo espacio. Todo ese aparato, dice, mantiene viva la función fática del lenguaje: nos comunicamos + somos. Así, de nuevo, no se caen del todo de lo que los descalifica, siguen siendo, aunque del borde, ciudadanos, léase —como hace otro amigo, Marcelo Rossal— humanos.
Más pesimista y peor científico social que ellos tres, creo que no del todo, o que no siempre, o que cada vez menos. Que no se descalifican porque no estuvieron calificados, que están en una espiral de abandono que revela un colapso que creo que es inaudito. Que ya no están, vaya, que ya no forman del todo parte de los mismos principios y que la cosa no está ni cerca del final. Y no es que tenga un mal día.