Fear the walking dead
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Refugios en fear the walking dead

Gabriel Gatti

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Fear the Walking Dead es una secuela inteligente de The Walking Dead, la exitosa serie de zombis, ya un clásico del género. En la primera la desaparición es protagonista con el estatuto privilegiado de hipótesis, ya desde el primer capítulo. Al final de este, Madison, la matriarca del clan protagonista de las primeras temporadas, se dirige a buscar a su hijo Nick, yonqui por entonces, a una iglesia donde malviven desechos de distinto género y textura. No sabe a dónde va, no sabe qué está pasando, pero la pandemia ya llegó a Los Ángeles, que se llenó de zombis. Antes de llegar a la iglesia, su mirada se tuerce, y con la de ella la nuestra, gracias a una cámara que se mueve nerviosa y despistada. Vemos fugazmente pero bien enmarcados unos carteles que preguntan por un niño desaparecido: “Missing. Have you seen me?”. Detrás de los carteles, hay una plaza con modernos juegos infantiles. A los lados, chabolas con techos de plástico y paredes de carritos de la compra. Madison mira de nuevo hacia afuera del coche, da una mirada distraída y curiosa que la cámara acompaña: vemos un ser que anda inclinado, con un gorro algo estrafalario en la cabeza. No se le ve la cara, no va rápido, los brazos le cuelgan a los lados, camina errante. Parece estar vivo, aunque no es fácil reconocerlo como un vivo. Parece un habitante de calle, un marginal, un olvidado. Uno más. Luego sabremos que es eso, ex-humano, cuasihumano, y algo más. O menos. Madison hace lo que hacemos siempre con esos personajes de la ciudad: los obviamos. Llegan a la vieja iglesia, el agujero donde se perdió Nick: “There is where he dissapears”, dice Madison. Y sigue buscándole en una ciudad extraña. “This is the new real”.

Me intereso ahora en otra escena, una del capítulo 8 (“Monsters”) de la segunda temporada. El mundo ya no es lo que era, se desmanteló y no queda más rastro del pasado que sus ruinas, distribuidas en un paisaje para el que postapocalíptico es un adjetivo flojo. Entre hoteles abandonados, recorriendo autopistas vacías llenas de coches olvidados, pasando entre centros comerciales vacíos, los supervivientes, solos, reunidos en grupos pequeños y circunstanciales, enlazados por el viejo nudo del parentesco, a veces biológico, a veces no, buscan comunidades de supervivencia. Los protagonistas son todo eso, una comunidad que estira su tamaño y que vincula a sujetos improbables bajo un mismo fin. En esta temporada vagan por México, cerca de la frontera. Caminan erráticos, no mucho menos que los propios caminantes, walkers, los zombis mismos. No queda nada, ni siquiera refugios para la vida, algo que en realidad llevaba tiempo escaseando, desde el final del Holoceno, nuestra vieja era de orden, el futuro previsto y el control del riesgo. Y ya sabemos, por Donna Haraway, que ese es precisamente el dato fuerte del Antropoceno, la pérdida de los lugares para la protección, siendo esos lugares los que, precisamente, caracterizaban la era que dejamos atrás, el Holoceno, “un largo período en el que las áreas de refugio en las cuales diversos organismos podían sobrevivir ante condiciones desfavorables aún existían y eran incluso abundantes, pudiendo sostener una repoblación rica y diversa” (En Staying with the trouble. Making Kin in the Chthulucene. Durham: Duke University Press, 2016, p. 17).

Nick, por un rato, camina separado del grupo de protagonistas, entre los muertos, como uno más. Hasta que llega a un lugar cerrado, separado del mundo por una valla hecha de chatarra, restos de muros, lo que sea que contenga la entrada del mundo caótico que está fuera. Al lugar le llaman “El santuario” y está en Tijuana. Nick suplica pasar, lo logra, le curan las heridas, le explican las reglas del refugio, muy estrictas. La vida dentro se parece a la vida que fue, de la que fuera ya no hay rastros apenas, no en lo que fue sociedad, sí en algunos reductos como este. El capítulo está terminando y la cámara se eleva despacio hasta llegar al cielo: en un suelo polvoriento, rodeado de casas pintadas de colores vivos, unos chicos juegan al fútbol. Torpemente, Nick se suma. La cámara se eleva más y más, nos muestra lo que está más allá del santuario, lo que queda del mundo, solo un paisaje de ruinas, todo desaparecido salvo en esos rincones, llenos de nostalgias sostenidos por cuerpos que solo pueden ser lo que eran, humanos, en esos refugios.

CODA: ninguna de las dos fotos que está arriba de este párrafo es parte de esa ficción. La primera muestra a dos individuos. El de detrás soy yo y el que está junto a la puerta suplica que le dejen entrar a la Casa del Migrante de Saltillo, en el norte de México, un refugio para que hagan pausa los caminantes que se dirigen al ya bastante cercano Estados Unidos. El albergue es como una fortaleza: altos muros rematados con alambre de espino, un portón en el que se recortan otras aberturas, cámaras. A ese suplicante de la foto los guardianes de la puerta, chicos muy jóvenes, no lo dejaron entrar. “Merezco ayuda”, reclamó, pero cuando volvieron de consultar si dársela se había ido. El centro es una fortaleza que protege del mal, nos dirán dentro, un santuario que deja fuera una sociedad temible. Fuera un agujero negro de desaparición, peligro, riesgo; dentro protección y esperanza para el que entra de recuperar su vieja humanidad. Primo Levi asoció el campo de concentración al infierno y la puerta de Auschwitz con la del de Dante, “Lasciate ogni speranza voi che ch’entrate”. Aquí esa advertencia se invierte: recobrad la esperanza. La segunda fotografía es de eso, de la vida de dentro del santuario. Como en Fear the Walking Dead, vemos casa coloreadas, jóvenes jugando alegres al fútbol entre casitas de colores. Humanidad. No es ficción.

Dentro, humanos. Fuera, la pérdida (de identidad, de ley, de sentido, de referencias). Dentro, entonces, un espacio para recuperar esas cosas viejas que cobijan, que sacan de la intemperie. Protege y hace existir, por un rato. Es un lugar de excepción respecto a la norma, que es la desaparición. Es contraintuitivo: la norma es la desprotección, lo excepcional es el refugio. Si la protección fue regla en los tiempos integradores de los viejos sueños de sociedad, la norma que domina ahora es una que desprotege.