David Casado Neira
Ourense, Febrero de 2022
El movimiento imperceptible
Es un día cualquiera salgo a la calle y me encuentro con las personas habituales que rondan por el centro de la ciudad, unas pidiendo. Uno, Alberto [nombre ficticio] está enganchado a alguna droga, deambula por las zonas más frecuentadas del centro pidiendo. Es fácil verlo en uno de los puntos más neurálgicos de la ciudad: la entrada a la zona peatonal al lado de un semáforo intenso en tráfico de personas y coches. Me paro en ocasiones con él, a veces charlamos más a veces menos, otras un mero saludo. Un tema recurrente cuando tenemos tiempo es su estado de salud (ha pasado una enfermedad grave), y otro la mala compañía que hay en la pensión en la que pasa las noches cuando junta algo de dinero. Otras veces habla de vinos y viñas, con esas manos de trabajador de la tierra que años de calle no han podido borrar. Es fácil encontrarlo por la zona peatonal, y por las noches en la zona de los vinos. Son otros, también, los que se paran a charlar un rato con él, invitándole a un pincho o una cerveza, dándole unas monedas. Otras veces se mueve entre los que le ignoran, o escapando de los que le agreden. Se pasa gran parte del día en movimiento unas veces con muletas y otras ya sin ellas. Después de pasar por el hospital para los tratamientos o alguna operación en las piernas, se le vuelve a ver por la calle.
Como Alberto hay otras personas, quien toca la flauta en determinadas esquinas desde hace años, quien pide de forma agresiva y deambula por toda la ciudad, quien no pide pero transporta bolsas llenas de ropa… Sabemos que a su alrededor hay tránsito y ellas parecen ancladas en un espacio, o se mueven en trayectorias cuyas razones nos son ajenas. La ciudad se mueve mientras ellas llevan a cabo sus actividades a un ritmo lento, un ritmo marcado por la espera, por actividades que son muy intensas en el consumo del tiempo. Son actitudes persistentes, pero no pasivas, se basan en la insistencia de la presencia. Su actividad está en ese ahí y ahora. Sus ocupaciones están en la vía pública, y sus espacios de espera también.
Volviendo a Alberto, voy al centro y lo veo al lado del cruce habitual. Como otras veces se tambalea como mecido por el mar con los ojos cerrados. No duerme pero apenas percibe lo que pasa a su lado. Cualquier moneda que se deje en su mano no cae al suelo. Ese es su estado. La gente pasa a su alrededor, los coches pasan a su lado y él se mantiene en medio de todo ese tránsito. Está ahí más vulnerable que nunca, y en su exposición parece que un capullo lo protege de cualquier accidente, el tránsito lo esquiva como si tuviese un escudo protector, como en las películas de naves espaciales. Una crisálida expuesta al viento en un delicado equilibrio. Es como si la ciudad lo arrullase y lo volviese a dejar en la una playa al borde de un mar enfurecido.