Álvaro Villar
Madrid, 27 de Mayo de 2023
Hará unos meses localicé en la prensa esta noticia, donde se hablaba de vertederos ilegales y asentamientos humanos provisionales a las afueras de Villaverde. Se trata de un barrio ubicado en el extremo sur de la ciudad y forma parte de un área más grande formada por otros barrios de extracción obrera como Carabanchel o Vallecas, donde se puede observar aún cierto poso común. Sus bares, su comida, los bancos, la calle cortada porque es sábado y hay mercadillo, la ropa tendida en la cuerda a pie de calle, los chavales por la calle. Madrid es una ciudad que levita en el mapa global, como si estuviera despegada de su propio terreno y su plano de metro la conectara con otras grandes capitales como Londres o Berlín. Madrid es un país dentro de otro país. Es solo en su bajomundo donde uno, que viene de fuera, puede observar algo parecido a lo que entendemos por arraigo, a veces vinculado a la supervivencia.
Lo cierto es que ese día no es que viniera muy de fuera, vengo desde Campamento, uno de los siete barrios que componen el distrito La Latina, que espacialmente podría no ser periferia del todo pero que sí guarda un ambiente similar. Llegué ayer desde Bilbao con el propósito de meterme en las fotos que se ven en la noticia anterior y ya de paso merodear un poco por la zona, con la intención de hacer después las notas que traigo aquí. No conocía el lugar exacto y tampoco era eso un inconveniente, quizás más bien una coartada. Estaba solo y tenía bastante tiempo para aburrirme.
Espectro I. Intemperie
Nada más bajar del tren cercanías, en las inmediaciones del polígono Marconi la escena te salta en la cara. Esto es un polígono industrial y quien viene a las empresas lo hace en coche, por eso la mayor parte de la gente que se baja en esta parada ya se sabe a qué viene. Los tres o cuatro currelas de turno, con mono o con uniforme de restaurante, se mezclan con homeless, migrantes irregulares, prostitutas. También con sus uniformes, en algunos casos combinados entre sí. En el margen dejado entre las vallas de la infraestructura ferroviaria y el asfalto, en un pequeño barranco, había un grupo de 5 u 8 personas consumiendo sustancias en papel de plata. Veo el panorama desde arriba y no sé cómo se baja, así que decido pasear siguiendo las vías con la idea de encontrar un camino por el que colarme y bajar a la parte de abajo. Desde aquí solo se ven matorrales, basura y latas de Mahou verde por todos lados. En algunos tramos del paseo que cuento, esto último será lo único será la único que me recuerde que estoy en Madrid.
Conforme voy bajando me pongo la mochila del revés, hacia delante, y destapo la cámara para sacar unas tomas. A los pocos minutos pasa por arriba una señora de edad indescifrable, bastante deteriorada. Lleva chándal, mucha bisutería y parece que es de las personas que sabe a lo que viene. Me pregunta que a qué echo fotos y le miento como un gilipollas, le digo que a las vías. En realidad no es mentira. En las fotos salen las vías pero son algo secundario, son un fondo poco interesante, que guarda escenas bastante duras de personas que no hacen nada. Tan solo aguantar.
Sigo el sendero del barranco, desandando por la parte de abajo los pasos que he hecho desde que llegué a la estación. Lo que me encuentro es un pasillo de cartones que conduce a un tramo donde la vegetación es más frondosa y que se mezcla con el alambrado de las instalaciones, formando un hueco a la sombra donde están las personas que he visto antes desde arriba. Es un lugar que no invita a la cautela, a quedarte fuera por seguridad pero también por no interrumpir. Invita a guardar las formas del pudor, aunque en realidad estemos en la vía pública. El lugar combina maleza y óxido en forma de trazas de naturaleza brotadas en mitad del entramado urbano, alejadas varias decenas de quilómetros del campo, del contexto rural.
Espectro II. Chabolas.
Visto todo lo anterior, el Google Maps me dirige a lo que realmente era el destino original, que está a unos 45 minutos andando. Un paradero recóndito, que no sale en el mapa de la aplicación en el límite entre el barrio de Villaverde y el municipio de Leganés. Toca inventarse el camino. Más o menos me imagino el área donde puede ser, pero de manera muy aproximada. Los centímetros de la pantalla se convierten en cientos de metros sin referencias, en mitad de la nada. Finalmente voy a parar a un camino de campo que me lleva a un descampado enorme donde, a lo lejos, parece que se dejan ver las mismas chabolas que muestran en la noticia de hace unos meses. No hay ni Dios y la situación es extraña. Conforme se llega al lugar del asentamiento van apareciendo personas a lo lejos, diminutas, que se van haciendo grandes hasta que las tienes pocos metros más en frente y con las que es imposible no cruzarse porque este es el único camino a muchos metros a la redonda. Como ocurría antes, quien está por aquí parece que sabe a lo que va y el careo con los viandantes es un poco incómodo. Les identificas y ellos te identifican a ti, aunque ninguno os conozcáis.
Llegados al lugar, las chabolas aguardan a un lado del camino de tierra que más a delante conecta con algunos huertos y se convierte en vía de tránsito. Me asomo a ellas pero no hay nadie. Son construcciones de varios meses, mucho menos provisionales que las que pude ver en la estación de tren. Fuera de las casetas hay juguetes, carritos de bebé y enseres cotidianos (cazuelas, cubiertos escobas, etc.). No veo a nadie, tan solo pertenecías que cuesta distinguir los elementos: uno no sabe dónde acaba el deshecho y dónde empieza la pertenencia. Son espectros materiales de algo parecido a la vida en comunidad. Al contrario que en el spot anterior, aquí se nota una pretensión de permanencia mínima, no solo por el fundamento de las chozas —más estables, aquí la gente está, no solo está de paso— sino por su ubicación —apartadas del núcleo urbano, también al lado de las vías pero parapetadas por un barracón que las hace casi invisibles para el curioso que se garbea por el llano—. La recta acaba en un puente donde se cumula basura contante y sonante, sin lugar a la interpretación, basura rodeada de charcos que huelen muy mal. Detrás del puente el panorama vuelve a cambiar.
Espectro III. Autoconstrucción.
Los huertos de los que hablaba antes no parecen huertos, son algo más. Se trata de pequeños terrenos delimitados por vallas apañadas con elementos reciclados dispuestos para intentar cerrar a la vista lo que hay adentro. Aquí ya se ven coches o lo que queda de ellos. Vehículos multicolor, hechos de retazos de otros vehículos, que combinan con un paisaje de desguarecía general. Al contrario que el asentamiento anterior, esto tiene pinta de ser una calle de corrales utilizados por vecinos que probablemente vivan en Villaverde, el barrio del que partía este paseo. No hay viviendas cimentadas, no hay tejados de teja, pero sí vemos cerraduras, candados y alambre de espino. La propiedad privada hace sus manifestaciones más rudimentarias. Según Google Maps se trata de una calle que aparece registrada en el plano urbano de Madrid —Calle Puerto de Somosierra— y cada parcela está marcada con un número, muchas veces escrito a mano. El tipo de personas que uno se cruza en esta parte del trayecto empiezan a ser perfiles ubicables; grupos de ciclistas, ancianos con Citröen Berlingo cargadas de verdura, mujeres paseando, etc. Sorprende cómo el descampado en pocos metros acaba generando algo parecido a un barrio residencial hecho igualmente de recortes, pero colocados con más firmeza. Se nota cierta tendencia a la formalización a través de medios muy precarios.
El ambiente se torna más transitable y de pronto no parece que estés caminando hacia ninguna parte, es un tramo que vuelve a conectar con el polígono del que se sale para acceder a las chabolas. A lo lejos industria, centrales eléctricas, en suma, la civilización.