Gabriel Gatti
Bilbao, 21 de febrero de 2023
Me resisto a pensar que ir a un bar es un refugio, al menos no lo es para mí, salvo en un sentido figurado y más frívolo de lo que puedo confesar en el contexto de un proyecto sobre refugios. Entiendo la metáfora, entiendo que esa metáfora se utilice de un modo abierto dentro de una cierta y muy reivindicable sociología de la sociabilidad lúdica, atenta a la comensalidad y al estar juntos porque sí, atenta al encanto de la comunidad sin más propósito que celebrar el nosotros. Michel Maffesoli en su estilo y antes que él Jean Duvignaud en el suyo han trabajado fuerte y bien desde esa perspectiva y han hecho maravillas, que han dejado que en sociología se hablase de bares, de fiestas, de reuniones de una manera seria. La sociabilidad inútil devino con ellos un objeto de atención muy valioso, que dejaba pensar cómo por fuera de la sociedad de los sociólogos existía vida social y por tanto era aplicable la sociología. Y tenía sentido en ese contexto llamar a todos esos espacios «refugios», porque eran preservas más que reservas. Recortaban sentido en mundos en crisis. En ellos uno/unos se separaban de la verticalidad de la sociedad seria.
Y en algún sentido el esquema con el que trabajamos en ViDes se parece: el refugio permite que la vida subsista cuando el contexto es una puta mierda …pero un bar… El mundo está muy jodido…
Me resisto entonces. Tengo un bar al que voy casi a diario, en el que hay una mesa donde me siento a leer o a escribir o a ver el móvil o a ver el ordenador o a beber cerveza sin más. No diría que tengo amigos allí, ni cuadrilla, pero cuando vienen amigos a casa voy con ellos allí, porque es mi sitio, y lo tengo como mi lugar de trabajo, donde preparo las clases o una charla, donde hago notas de estas. Y me tengo como cliente, como comensal, como feligrés. Soy un miembro de la comunidad, pues.
Pero si tuviese que usar un concepto para pensar en eso me contendría mucho antes de acudir al de refugio.
Y sin embargo voy a hablar de ese bar, pero no por mí. Ya van varias veces que me he encontrado en alguna esquina a dos señoras, deben ser hermanas porque se parecen mucho, consumiendo alguno de los productos de ese bar, un té por regla general (mi bar es un bar hipster: hay cerveza, café pijo, té pijo) y tejiendo, tejiendo de manera muy concentrada, tejiendo como si la vida se les fuese en ello. Saqué una foto hoy, pero por discreción no la voy a poner; si lo hiciese se vería lo raro que es que en ese contexto ambas señoras se concentren en algo tan inopinado. Y eso sí, fíjense, me suena a refugio, no sé bien por qué. Quizás sea la tensión entre la finalidad del espacio y lo que hacen, lo raro que resulta ver a gente que se encuentra bien tan fuera de lugar.
Convengamos: el mundo de fuera es un cagarro. Convengamos de nuevo: los bares de barrio dan calor, aunque sea el de la comensalidad cómoda que viene de la vida alrededor del producto caro que conecta a los que usamos ese lugar. Pero refugio… Es rutinario, protector, previsible… El estanco de esquina de Smoke y de Blue in the face, esas dos películas maravillosas, era algo así: reencantamiento de la socialidad, ese tema tan noventas, protección frente a la soledad. Pero refugio remite a desamparo, a expulsión, a pérdida. Entonces, quizás sí, esas señoras encuentren ahí uno: ese lugar tan inesperado para lo que hacen, tejer y tejer y tejer…