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Una valla y un paredón

María Martínez

Madrid, 14 y 15 de Febrero de 2024

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Día 1.

Una valla. Una de esas de metal. Brillaba a pesar de estar el día gris en Madrid (raro en el lugar). Estamos en Villaverde Alto. El plural refiere a Álvaro a quien acompaño o quien me guía en la misma incursión que hizo en primavera de 2023. Esa valla es lo que remarca Álvaro al salir de la estación. Allí, me cuenta, hace sólo unos meses, encontró un mundo de yonkies y prostitutas (o yonkies-prostitutas). Algunos estaban de paso, otros tenían alguna infraestructura con la que pasar más de un rato. En algún momento desde aquella fecha hasta este mes de febrero de 2024 la valla los había expulsado. ¿Dónde estarán? Restos quedan. Es decir, suciedad a mis ojos. Cuerpos no vemos ni uno.

Intentamos reproducir el camino que hizo Álvaro meses atrás. Continuamos a lo largo de las vallas que separan las vías del tren del lugar y pronto —no sin dificultades para atravesar algunos cruces no pensados para los viandantes— divisamos algunas auto-construcciones las llamaría Álvaro, supongo. Son sólo unos plásticos, alguna uralita que parece resguardar a alguien o a algo. O ambas cosas a la vez.

A los pocos metros esas cosas, sea lo que sean, van aumentando en número. Lo hacen cuando nos acercamos a un puente que deja debajo una autopista (no sé si la M-42) pues ya estamos llegando a Leganés. Cruzamos tres personas que nos saludan y un poco más adelante, a los pies del puente, unos operarios municipales (subcontratados, imaginamos) recogen basura. Qué tarea más ardua, sino imposible o absurda en un lugar repleto de basura.

Tras el puente el “asentamiento” acaba. Pero no lo hace radicalmente. Como en una continuidad discontinua aparecen algunas edificaciones. Álvaro y yo hipotetizamos si serán “residencias secundarias” o “huertos” (aunque no tienen pinta) o “desguaces” de las clases medias de la zona. Es un lugar raro porque a medida que avanzas las edificaciones dejan de ser chabolas y pasan a ser de bastante calidad. Pero también es raro porque incluso la edificación más cutre está registrada. Tiene nombre de calle y número; estamos ya en Leganés.

Terminan pronto. Tras ello avanzamos por un camino de tierra saltando algún que otro charco que ha dejado la lluvia los días previos. A ambos lados montañas de basura. A momentos el olor nos asquea. Es como la película Wall-E, pero sin el robot que da orden al desborde. Hemos debido llegar desde la salida porque al final de ese pasillo repleto de mierda leemos un cártel que dice: “prohibido tirar basura”.

Día 2.

Un paredón. Un desnivel de varios metros. Bien imponente. Es un divisor del mundo, el de los que contamos, los que estamos en el mapeado que nos separa de lo que queda más allá. Estamos Álvaro y yo, y nos acompaña otro Álvaro y Juanjo, ambos de mi departamento de la UNED. Bajamos la ladera caminando entre árboles primero y saltando charcos después. El paredón va quedando a nuestras espaldas. Al fondo se divisan algunas construcciones, también un pueblo quizás. Antes de eso, un depósito de Amazon. Empezamos a entrar en un territorio de escombros, y pronto accedemos al lugar que veníamos buscando: la Cañada Real. En los primeros metros parece un barrio pobre, pero barrio. Nos cruzamos con un servicio de sanitarios que hacen atención a domicilio porque el centro de salud más cercano está a varios kilómetros y, sobre todo, el acceso es complicado. Todo acceso es complicado a la Cañada. De repente, sin transición casi, nos plantamos en un paisaje muy radical, de esos que te hacen plantearte qué hago allí y si es seguro que 4 personas bien distinguibles por no ser del lugar lo estemos recorriendo. Nuestros guías han estado ya un par de veces hablando con gente del lugar en un el marco de un proyecto de investigación, pero tampoco tienen un conocimiento muy intenso. Luego entenderemos que la radicalidad del paisaje es porque entramos por el sector más pauper (o el adjetivo que corresponda para hablar de la cañada; probablemente no sea ese), el 6. Ante nuestros ojos muchas autoconstrucciones, también mucha basura, alguna gente del lugar que nos mira con cierta atención.

En esa primera franja está la parroquia del lugar, Santo Domingo de la Calzada. Álvaro intentó contactar con el cura que le contestó muy amable, pero no consiguió hacer hueco para recibirnos. Tocamos a la puerta, pero no hay nadie. Alguien que anda por allí —creo que Juanjo hipotetizó qué poder del lugar era, pero no recuerdo qué dijo— nos dice: si queréis encontrar a alguien, venid el domingo,

Regresamos a la calle principal —la cañada tiene varios kilómetros de largo y sólo unos metros de ancho; excepto esta desviación a la iglesia, no hay más, hay una línea recta—. A cada lado, auto-construcciones, algunas viviendas. La calidad va cambiando a cada metro. En algunas zonas son muy, muy precarias y provisionales; en otras muy elaboradas. “Estamos entrando en la zona musulmana” nos dice Juanjo a medida de que la calidad de la construcción mejora. Allí la mezquita no tiene nada que envidiar. Pero a los pocos metros de nuevo un basurero o una acumulación de basura porque basura hay por todos lados.

Nos cruzamos algunas personas, también algún vehículo en un sentido u otro, pero parece un lugar de poca vida. En los muros de algunas de esas auto-construcciones —Juanjo nos explica que hacen siempre un muro dentro del cual van construyendo una o varias viviendas que no siempre corresponde cada una a una unidad familiar— un cartel que indica que ahí se puede comprar algo para comer (hamburguesas, perritos; fast-food en general). Más allá del cartel, no parece que detrás haya un negocio. No sé si es por la hora.

Hemos recorrido un par de kilómetros y nos acercamos a un puente. El olor va incrementándose porque tenemos cerca la incineradora Valdemingomez que remata lo extremo del lugar. Decidimos volver al metro por el que llegamos, pero tomamos el otro camino que ya han explorado Juanjo y Álvaro en sus incursiones. Justo Álvaro me dice que mire Google maps. La ruta que el algoritmo me marca no es para nada la que tomamos —Google me hace caminar 1 hora, tanto el camino de ida como el de vuelta no llega ni a la mitad—. Me comenta que “los caminos de acceso a la cañada no están en el mapa”. Me anoto feliz la frase; de nuevo, efecto ViDes y sus descuentos. El camino que cogemos no está mapeado o sólo a trozos, aquellos en el que nos tenemos que aventurar a cruzar alguna vía rápida.

A los pocos metros de dejar la cañada, vuelve a aparecer el paredón. Ahora es más claro que a la bajada. La ruptura entre ese mundo —el mío, el nuestro— y el de la cañada se hace más evidente. También a la vuelta me parece más intenso el contraste entre lo de abajo del paredón y lo que se ha edificado en su cima. Esa zona, la de Valdecarros[1], el último barrio del distrito de Vallecas acoge una serie de edificaciones recientes (un par de colonias de casas bajas y otras de edificios de más de 10 ó 15 alturas) de clase media nueva. No es una zona de lujo, pero las edificaciones aspiran. Miro precios en el idealista, no son desorbitados para Madrid (en torno a 230.000€); muchos edificios tienen piscina, veo incluso un gimnasio. Reitero: el paredón divide dos mundos, aquel queda incluso fuera del mapa, del algoritmo de Google.


[1] Unos días después, Álvaro me pasa una noticia de que ese barrio se construyó derribando uno de los asentamientos más grande de Madrid. Pocos días después leo en el periódico que los ayuntamientos entre los que queda la Cañada Real (Madrid y Rivas) van a proponer un plan para la reubicación de quiénes viven en la Cañada. Veremos si en un tiempo rompen el paredón y construyen más colonias de aspirantes a clases medias.