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Cuerpos sin nombre en El Salto, de Benito Zambrano

Mariana Norandi

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El Salto (Benito Zambrano, 2023) cuenta la historia de Ibrahim, un maliense “sin papeles” que vive desde hace más de dos años en España y trabaja como albañil en Madrid. Un día, durante una redada policial, es detenido y trasladado a un Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) desde el cual es deportado a su país de origen. A partir de ahí, comienza la odisea de regresar a España para reunirse con su pareja, Mariama, con quien espera una hija. Con ese objetivo de reunificación familiar, lo intenta todo, siendo testigo y protagonista del infierno que implica atravesar África, entre la violencia, la muerte y el tráfico de personas. Frustrado el plan de regresar a España en patera, decide ir al monte Gurugú y, desde ahí, saltar la valla de Melilla.

A diferencia de otras películas sobre migración en Europa, como Las cartas de Alou (Montxo Armendáriz, 1990) o Mediterráneo (Marcel Barrena, 2021), la forma de contar en El Salto es simple y un tanto previsible, adoptando en ocasiones un tono didáctico en aras de mostrar, sin tapujos, las penurias que viven los inmigrantes africanos, tanto en el territorio de destino como en el de origen. En ese sentido, Zambrano toma distancia de las narrativas televisivas despersonalizadas y apuesta por una forma más humana, vívida e intensa que retrate la experiencia de la migración en España y, sobre todo, la proeza arriesgada de saltar la valla de Melilla, punto álgido del largometraje. Narrativa para lo que se requiere, y de eso queda constancia, un minucioso trabajo de documentación, ambientación y recreación de estas vidas y derroteros. Vidas que transitan como sombras, sin nombres, sin cuentos, sin registros, sin papeles, sin identidad. Vidas precarias, sumidas en un perpetuo “sin”.

Así el cineasta muestra cuerpos sin nombre, cuando se narra cómo los inmigrantes en los CIE no son designados por su nombre, sino por un número; algo que el protagonista, provisto de agencia de resistencia y resiliencia, reclama a las autoridades del centro. Este despojo de la identidad es un tema recurrente a lo largo de la cinta, y lo vemos en otra de las escenas cuando el protagonista se ve obligado a trabajar con “los papeles de otro” asumiendo una identidad ajena, impropia.

A través del lenguaje cinematográfico, el realizador intenta poner nombre a lo que no tiene nombre y cuenta vidas que no tienen cuento; que habitan un territorio, pero que no existen; que se mueven entre los huecos de los registros y, por ende, de la ciudadanía. Vidas que se transitan en los márgenes, en la frontera entre la vida y la muerte; la aparición y la desaparición, la legalidad y la clandestinidad, la biopolítica y la necropolítica. Vidas que se desplazan —en palabras del protagonista— “como si no fuéramos personas”, en la nada y entre, como diría Eduardo Galeano, los nadies.

Ante la falta de papeles, Ibrahim, es expulsado porque no puede demostrar “arraigo” en España, situando al espectador/a ante la pregunta de cómo se puede demostrar arraigo en un lugar. Según el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, la autorización de residencia temporal por arraigo se puede conceder “a ciudadanos extranjeros que se hallen en España durante un periodo mínimo de tres años y cuenten con contrato o contratos de trabajo y, o bien tengan vínculos familiares en España o estén integrados socialmente”. Pero ¿cómo puede demostrar arraigo alguien que no existe en ningún registro? ¿Qué su vida no deja rastro en ningún lugar? ¿Qué habita otra identidad?

En muchas cuestiones esta película recuerda a Las cartas de Alou, que narra la historia de un senegalés “sin papeles”, llegado a España en patera y que vive en una precariedad absoluta, en constante tránsito entre lugares, trabajos y adversidades. En una de las escenas Alou, como Ibrahim en el CIE, se enfrenta al capataz de un campo de peras en Lleida porque, en vez de llamarlo por su nombre, se dirige a él como “negro”, un nombre que no solo tiene una densa carga racista en el contexto de la trama, sino que lo cosifica, despojándolo de su nombre propio y su identidad. El borrado del nombre propio, es remarcado en ambas películas como una forma de no tener en cuenta la vida de quien lo posee, de des-personalizarlo, de reducir a cosa la condición de persona.

En ambas películas, el protagonista —Ibrahim/ Alou— encuentra refugio en la propia comunidad africana inmigrante, comunidad que, recurriendo a palabras de Danilo Martuccelli, hacen de “soporte” de la vida, de contención existencial, ante la vulnerabilidad extrema. Y en ese diálogo constante que podemos construir entre las dos historias, separadas por 34 años en el contexto de la inmigración en España, sus protagonistas son expulsados del país, sin embargo, no asumen esa devolución como un trayecto de ida, sino reversible, con miras de volver para construir una vida visible, dentro de los márgenes de la ciudadanía y del registro. En ambos casos, los migrantes, a diferencia de narrativas victimistas, actúan con agencia de reacción ante la muerte y el des-cuento, quedando abierto cualquier final cerrado, cualquier trayecto estático y definitivo. Dejando así por testigos las fronteras del Mediterráneo y la valla de Melilla, como sinónimos, en este cine, de falta de refugio y muerte.