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El Cristo Negro

David Casado-Neira

Castrelo do Val, 29 de Abril de 2023

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Estamos en una aldea de montaña a unos 1000 metros de altitud. Una aldea de origen medieval, de esas aldeas improbables en lugares improbables: clima extremo y posibilidades limitadas para la agricultura y la ganadería. Uno se pregunta cómo la gente ha llegado a instalarse aquí, quizá expulsados de otras tierras, huidos hacia donde la vida era posible, asentamientos forzados de población, lugares que en algún momento ofrecieron alguna mejor posibilidad de vida, y que hoy son fantasmas de un pasado al límite.

Hay una única calle central, es la carretera que los conecta con el exterior. Las casas, algunas habitadas (dos familias, nos cuentan después), alguna arreglada (de quien no ya vive ahí, pero aún mantiene un vínculo de fin de semana y vacaciones), pero la mayoría están en estado de abandono y ruina. Una estampa común en todas las aldeas de la zona. Aquí aún más palpable, más casas y menos habitantes. Una arquitectura que ya no se practica, casas de dos alturas, con cuadras en los bajos, y viviendas de techos bajísimos en el segundo piso, en la fachada un balcón protegido con madera, ventanas minúsculas, muchas sin chimenea. El aire huele a leña ardiendo. Arquitectura de montaña.

Subimos por la calle, hay un vecino sentado en un banco en la entrada, otro sale de la casa para increparnos “¿Qué hacéis aquí? No se puede venir a aquí.” No es frecuente encontrarse en estas tierras esa hostilidad. En la puerta de una cuadra vemos el primer cartel que anuncia la fiesta de San Miguel Arcángel para el sábado siguiente. Procesión, misa, sesión vermú con orquesta, y verbena de noche.

Llegamos a tiempo para la procesión, una docena de mujeres y media de hombres desfilan con el santo, ida y vuelta por la misma calle. Son en su mayoría vecinos y vecinas que ya no viven aquí, sino en la capital de la provincia, y en Madrid. Galas de fiesta, y ambiente solemne. Se escucha la misa cantada y las campanadas, no cabe todo el mundo en la iglesia. Mientras tiene lugar la misa en el campo de la fiesta (un ensanche de la calle que da acceso a una casa) un hombre desengancha un remolque de un 4×4 y prepara el bar. Es la caja de un camión pequeño adaptado. Levanta las ventanas batientes que forman un tejado sobre la barra. Dos tablas hacen de estanterías con las botellas de alcohol de más graduación a la vista, las cervezas están en las neveras. Los metales están oxidados, y los plásticos rotos. Nos acomodamos en la barra. Una vez instalado pedimos vermús y cervezas. El alcohol es barato, las bebidas generosas, él amable y con ganas de conversar. Es mayor (unos 70 años o más, calculo), tiene manos de campesino, rugosas y de hondos surcos, las manos de quien aún mantiene una agricultura de autoabastecimiento. Nos cuenta que no sirve alcohol de garrafón (adulterado), lleva gran parte de su vida recorriendo las fiestas de la comarca. Y es testigo del declive de todas las aldeas de la montaña entre la frontera de Galicia con Zamora y Portugal, cada año menos gentes, más mayor, lee todos los días en el periódico esquelas de vecinos que mueren. Pero él seguirá yendo a estas las fiestas cada vez más reducidas. “Si yo no vengo no hay bar, y no hay fiesta”. Cuando volvemos a la noche nos dirán que se le conoce como el Cristo Negro.