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El matadero de Zorroza

Iñaki Rubio

Zorroza-Bilbao, Abril de 2022

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Desde hace un año, acostumbro a salir a correr cuando empieza a anochecer por los alrededores del barrio en el que vivo. A veces subo hacia el monte, pero últimamente suelo acudir a una pista improvisada, que consiste en una especie de paseo alrededor de un matadero que está situado en el barrio de Zorroza. En concreto, se trata de una extensa explanada limitada por la Ría del Nervión a un lado, y por el río Cadagua al otro, juntándose justo en ese punto.

Una tarde de mediados de febrero, cuando ya le había dado un par de vueltas al circuito, advertí que en uno de los pórticos abandonados de la industria cárnica estaba dejando los bártulos una persona sin hogar, procediendo luego a montar una especie de tienda con el único apoyo de una manta de supervivencia, de esas que se usan en momentos de emergencia para arropar provisionalmente a cuerpos castigados por la intemperie. No tardó demasiado tiempo, e inmediatamente desapareció en el pequeño hueco que quedaba entre esta y la pared hasta dejar de verla. Solo se volvían perceptibles sus movimientos dada la estrechez del habitáculo, confundiéndose con el aletear de la brisa sobre la manta mal fijada, y algún que otro sonido. Fingiendo que estiraba, me acerqué a un guardarraíl que está en frente, y tomé unas pocas fotos.

 

A diario, trato de acordarme de revisar si este pequeño refugio resiste el paso del tiempo, pero nunca me acuerdo, por lo menos, hasta que doy un par de vueltas a la pista improvisada, pese a que inevitablemente mi vista topa con la escena nada más llegar allí. Contra todo pronóstico ahí sigue, llegando al punto de que pensé que su habitante se habría marchado, abandonando la estructura como la cáscara que mudan los cangrejos ermitaños cuando crecen demasiado y van, a cuerpo desnudo, a buscar otra que haya sido a su vez abandonada. Me resultó sugerente pensar en el proceso de “muda” como aquello que hace prescindir de la piel a animales como reptiles e invertebrados, cuando esta se vuelve demasiado estrecha y rígida como para seguir habitándola. Cuando carecen de esta fina capa que los separa de las inclemencias del mundo, es cuando más vulnerables se tornan no solo a la amenaza de otros animales, sino también al frío, a la abrasión, y a la enfermedad. Pero para los humanos, mudar supone decidir qué componentes de nuestra vida porteamos a un nuevo lugar, colmándolo de aquellas cosas que nos acompañaron en tiempos anteriores. Quizás, para este caso, la lectura propia de los animales sea la más acertada.

Dos meses después de estas visitas, un día lluvioso de abril, pude por fin ver la figura que estuve observando el primer día, y que desapareció en el hueco sin dejar más rastro que la pequeña estructura que ha sobrevivido al paso del tiempo. Sentado en una especie de taburete, permanecía allí en estricto silencio, con la mirada fija en el suelo, como si estuviese esperando algo sin demasiadas expectativas de que sucediese. Iba vestido de negro. La única pieza que destacaba de su ropaje era una capucha roja muy llamativa, sin la cual dudo que hubiese dado con la triste figura que se escondía tras los arbustos. Me pregunté si realmente sería el mismo que montó el tenderete o acaso un nuevo habitante que lo había encontrado y había decidido refugiarse en él. Es decir, si la concha que ha permanecido tanto tiempo desprendida ha dado cobijo a distintos cuerpos o ha sido siempre el mismo. En cualquier caso, me serían indistinguibles.  La primera vez no pude ver el rostro, y esta segunda tampoco. Solo contornos inadvertidos a las puertas de un recinto que produce la muerte sumaria e insensible a tantos animales, un matadero.