Apuntes a la plasticidad de la palabra
Alvaro Villar
Comenzaré este ensayo breve proponiendo una idea con presunción de generalidad; estar en lo que llamamos refugio, los espacios de protección eventual, no garantiza volver a los moldes de la ciudadanía sino tan solo “mantenerse” vivo. De hecho, añadiría algo más. Acudir a este tipo de escondites confirmará, aunque sea implícitamente, la caída del Estado asistencial y cualquiera que acuda al derrumbe será alguien empujado a hacer lo que se espera de un ciudadano damnificado en nuestro tiempo, que no es otra cosa que eso mismo; o sea, esperar. Qué lío, empezamos fuerte.
Pero, ¿qué es la espera? A estas alturas podemos entenderla como un proceso fronterizo, ubicado entre el margen que se abre entre un pasado que no se va y un futuro que no llega [aunque se espera que llegue], y en el que se encuentran muchas de las desgracias que nos interesan. Imposible no trabarse. La espera, contada así, invita a enlazar lugares sin parar: los huecos encontrados en el periurbano regiomontano con el lado oculto de los para-sonidos del norte de Bilbao o con los soportales de la parroquia de Iztieta, los enseres acumulados sobre los bancos del intercambiador de Príncipe Pío, en el centro de Madrid, con los enseres también acumulados en la pendiente de las troneras del Río Tijuana. Encontramos en lo ya hecho un catálogo de “abrevaderos de tiempo muerto”, muchos de ellos, la mayoría, abiertos a la intemperie, sin tejado firme, sin puerta de entrada y sin puerta de salida. Repartidos por el Google Maps de forma aparentemente aislada pero que al juntarlos entre sí conformarán la panorámica de un paisaje oculto [todo un apretón lógico], transnacional. Fotografías y dibujos que quizás nos permita analizar los primeros indicios de aquello que con consenso relativo se suele llamar antropoceno. Una época sin remedio conocido, en la que los cuentos de la modernidad acaban sin final dejando tras de sí poca esperanza.
Esto último no es un nombre de mujer ni tampoco un color, es simplemente la coartada que da sentido a lo anterior. Como se suele decir, la esperanza es lo último que se pierde, lo último que queda, porque después de ello solo está la muerte biológica [ la muerte a secas y sin apelativos, ni social, ni en vida]. Como digo, es la excusa que ayuda a sostener este entremés en el que se mantienen las vidas dañadas, esas que tienen un pasado que no merece la pena recordar, un presente difícil de contemplar y un futuro poco factible. Hablo en estas líneas de la espera de la espera, a saber, una estancia aparentemente inacabable de pasillos, salitas y vestíbulos encadenados entre sí, repleta de carteles que prohíben hablar y con personas andando en una sola dirección. La esperanza es lo que permite pensar la espera como un peaje a precio justo. Un interludio molesto y aburrido por necesidad, que el esperante vive como un presentismo falso; espera porque espera que algún día pueda dejar de esperar, y de ahí no puede salir. A estas alturas cabe preguntarse si no es este el grado máximo de éxito que puede tener un refugio, ante la posibilidad de desaparecer, de una vez y para siempre, al menos esperar.
Ni siquiera hace falta hormigón, ni alumbrado, ni cimientos. La esperanza en grado máximo, como mandato, nos dice que con una manta de algodón bien suave y cuatro papeles que pongan nombre [también valen pseudónimos, como Anónimo, Indocumentado o Desclasificado] es suficiente. Será así.
Pero, en muchos de los casos, detrás de la promesa no habría nada. Por ello, cobrará forma de un indicio poco fiable acompañado de sospecha y el dicho popular se transformará en certeza; quien espera desespera. Aquí habrá poco que decir y mucho sobre lo que escribir, es el momento en el que la antropología, la sociología y el resto de interpretadores ponen oreja y ojos ante seres incapaces de explicar lo que les pasa porque la cantinela institucional se atasca. Mientras que la esperanza apuntaba al después y animaba a afrontar la desprotección con una suerte de “optimismo del paciente” que espera a ser recogido, la desesperación es una concesión definitiva a la impaciencia. Viene cuando los trámites de pronto no merecen la pena, cuando los cartelitos de silencio se caen y los murmullos se convierten primero en queja, luego en grito, más tarde en algo ininteligible y lo que hasta entonces eran sujetos observables dejan de serlo porque se van.
Al hecho de esperar vendrá aparejada una tensión irresuelta en la que caerá la persona obligada a permanecer ahí sostenida entre la esperanza y la desesperación como límites simbólicos, según los cuales se articularán discursos y acciones del atendido y de los que atienden. Entre medio, muchas cosas que no sabemos, todo aquello que podemos agrupar bajo la rúbrica de lo inesperado, en el sentido amplio. Aquí viene cuando el desaparecido, el pobre o el homeless, se toma un café con el crédito del ticket del bus urbano que le llevaría del albergue al hospital o cuando el migrante atrapado en la frontera se paga alguna noche de hotel con la ayuda del que le observa. En definitiva, viene cuando surge un “evento” entre el que espera y el que espera al que espera, involucrando al primero en la incertidumbre del segundo. En eso creo que estamos.