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Km. 6

David Casado-Neira

En la carretera, Septiembre de 2022

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Me he acostumbrado a viajar en Blablacar, reservo algún trayecto para compartir coche cuando no me apetece conducir o me voy largos periodos, u ofrezco mis viajes cuando me muevo en mi coche. También es una manera de acordarme de tener el coche más o menos limpio para quien decide venir conmigo. Lo veo como cierta forma de hospitalidad, compartir un espacio reducido con desconocidos es siempre un aliciente para seguir haciendo sociología.

Hoy tengo dos acompañantes: K ya se sube en origen y la tengo que dejar a medio camino, no tiene ninguna valoración como usuaria de Blablacar. A Z lo recojo a medio camino y me acompaña hasta mi destino, él tiene pocas pero muy buenas valoraciones. Un viaje de más de 500 km.

K aparece puntual, regordeta y cargada con dos maletones, uno fucsia y otro negro. La han dejado hace un rato en la ciudad, es su segundo trayecto en Blablacar del día. Habla y ríe constantemente. Cuenta de su vida, no pregunta por la mía, y yo tampoco por la suya, pero me cuenta. Todo le parece agradablemente divertido. Es originaria de la costa colombiana, lleva unos años viviendo en una ciudad a unos 50 km. de la mía, y va por temporadas a sus lugares de trabajo (cito de memoria): “Allí me estaba quedando más tiempo, van mucho los portugueses en verano cuando vuelven de la emigración con dinero, y esto no lo pueden hacer en Portugal, pero ahora ya pasó la temporada”, “Las cacerías se pagan bien, solo tienes que trabajar un par de días y después puedes volver a casa”, “Ahora voy a probar en esa ciudad, si me gusta me quedo más tiempo”. “A mi hijo no me lo traje, se quedó con la abuela y espero a que acabe allí el instituto. Ahora tiene 15 años y después ya puede estudiar algo aquí. Tengo compañeras que se vinieron con los hijos, y tienen muchos problemas, le salen malos. Es difícil trabajar la noche y educar a un hijo.” Yo también le cuento de mi hija, de mis idas y venidas entre dos países, de las familias dispersas, de cómo gestionar las distancias.

Después de hora y media llegamos al lugar de recogida de Z. Buscamos un lugar en donde aparcar en la calle de acceso a la población, aún es temprano. Ya fuera del coche desempaqueto un bocadillo de chorizo que tenía preparado para el camino. Nos lo comemos a medias de pie delante del coche y esperamos por Z que aparece puntualmente con una mochila pequeña. Nos invita a un café en un bar cercano, Creo que K duda algo, pero se suma. En el bar conocen a K, típico bar de extrarradio, muchos hombres de mediana edad y mayores, una mujer sentada en la barra, diría que latina, diría que nos hace una radiografía. Las miradas no se cruzan, pero no nos pierde de vista. Los demás hombres a K tampoco. Arrancamos, ahora Z hace de copiloto, me indica cómo volver a la carretera general, también habla y ríe, tiene cierto aire de simplismo, cuenta de su vida, no pregunta por la mía. Me siento cómodo así, sin tener que desvelar ni trabajo, ni condición. Z viene de pasar unos días en el pueblo, trabaja de vigilante en un parking en la otra ciudad y me va indicando el camino, comentando los desacuerdos con el gerente del parking, y los encargos de la panadería del pueblo que lleva para una amiga: magdalenas. Trabaja por horas y jornadas largas, a cambio días libres en el pueblo. Z debe de rondar los 50 años (o puede que esté algo envejecido), K pasará por poco los 30. No hablan entre ambos, ahora yo hago de puente. Cuando K se acercó al coche Z sin dudarlo le dejó el asiento de copiloto, ella se ha pasado la mayor parte del trayecto durmiendo: “Qué falta me hacía”. La preocupación de Z es saber si pararemos a tomar otro café, y ríe con su boca con pocos dientes. La de K es saber si la puedo dejar algo antes de la ciudad, pero no sabe exactamente en dónde.

Tenemos una dirección: kilómetro 6 de la carretera entre A y B. Difícil encontrar la ubicación en el navegador, nadie a quien preguntar, así que toca dar un par de vueltas con el coche hasta que encontramos la carretera y su kilómetro. También quiere saber cuando regreso, si me puede llamar por si no le gusta el lugar. Le digo que no sé cuándo volveré exactamente, pero que puede llamar por si coincidimos.

Entramos en el parking de burdel, puticlub, club de carretera, prostíbulo (¿cómo se dice para no ser eufemístico, y sí preciso?). Allí la acompaño con las maletas hasta la entrada, antes de traspasar la puerta ya sale el jefe. Muy acorde con el lugar, bajito, rechoncho con cadena de oro sobre pecho abierto y vestido de un pulcro negro bajo los neones con palmeras que aún están apagados.

Z me mira, lo miro, no decimos nada y salimos a la búsqueda de un café. No sigo su recomendación, damos más vueltas de las necesarias y tomamos un café malo. Sigue contando de su trabajo, de sus vistas al pueblo y de las magdalenas de la panadería. Al llegar a la ciudad de destino me pide que lo deje en la parada del autobús urbano. Me indica por dónde tengo que continuar y nos despedimos bajo la lluvia. Allí queda con su mochila. Cinco estrellas para K y Z.