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Los bordes del paseo

Gabriel Gatti

Bilbao, Marzo de 2022

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8 de marzo, día soleado en Bilbao. Quería salir a pasear en la mañana pero el frío me echaba para atrás en mis intenciones de coger la bicicleta. Eli, que estaba también perezosa, me sugirió que fuésemos hasta esos lugares donde ella había visto situaciones que entendía que podían ser interesantes para hacer una cata. No ubicaba con mucha claridad a qué lugares se refería. Pensaba que estaban en la loma, no del orto sino de un monte que está debajo del puente que pasa por encima del barrio de la Peña del que ya se había hablado en alguna ocasión como de un espacio en el que algunos chicos, los Menas, pasaban la noche, colgaban la ropa, que en definitiva vivían. Resultó ser ese lugar que yo pensaba pero Eli tenía una forma de acceder a él muy distinta a la que yo conocía: la mía es como suelen ser mis paseos, más lineales y orientados. La de ella es como el trazo de los suyos, que se aventuran y se pierden.

Desde casa fuimos hasta la gasolinera de Miribilla detrás de la que empieza un bidegorri de esos de pasear periurbano. Bilbao tiene muchos. Este conduce hasta Bolueta atravesando el puente que va por encima de la Peña, una de esas obras de ingeniería que a los bilbaínos les enorgullece y componen su paisaje de montañas y cemento. Al llegar al final del puente el bidegorri se une a algún viejo sendero; debe quedar como resto de algo: de paseos por aquellos montes cuando eran montes y no carreteras, de acceso a las minas que hubo por ahí… Creo que era la Mina del Morro. Pues era zona minera, aunque ya no quede rastro pues se desmontó para hacer viviendas y carreteras y puentes. Pero entre obra y obra quedaron espacios extraños, ocupados por situaciones y seres diría que improcedentes, quiero decir, que no toca que estén ahí: un camino una fuente de piedra, gente…

Como ocurre en toda la zona periurbana de Bilbao es una experiencia rara cruzarse en esos caminos con ciclistas ataviados con la parafernalia propia de ese mundo, viejitos que probablemente siempre han caminado por la zona y lo siguen haciendo ahora, buscadores de cosas —¿setas? ¿ahí? ¿Serán matsutake?—, huertas semi legales, en fin, toda esa bonita y vieja cosa del senderismo bilbaíno. Pero ahora esos senderos están atravesados de autopistas, de rotondas, de descampados.

Entre unos y otros quedaron huecos, bastante fuera de la vista del ciudadano ordinario. Eli en uno de sus paseos intuyó que había algo (o quizás no, pero así es el paseo) pero se metió por ahí, por alguno de esos caminos. Siguió un rastro; y ubicó restos de gente que duerme, de gente que lava ropa, de gente que come, de gente que está. Creo que es relevante que eso haya aparecido ante la mirada lateral del que pasea sin finalidad. No estoy tan seguro de que otros se hubiesen fijado, porque no estoy del todo seguro de que realmente se les vea, en el sentido fuerte de ver: percibir / delimitar / distinguir / conocer qué son esos sitios, quiénes son los que están ahí. O qué son. Peros si se ven, se ve: están ahí, dejan huellas. Residuos, algo no tan raro en la zona, muy degradada y probablemente depósito de varias formas de vertido, pero también presencia de otros rastros más enteros: colchones en los caminos, más o menos escondidos, ropa tendida, aunque discretamente, un calcetín olvidado en la fuente.

En el paseo por el que me lleva Eli, en la rotonda que conduce a la nacional 634, hacia Donosti, hacia Atxuri, hacia Santutxu, debajo, hay lo que a todas luces es un poblado de chabolas, parece que ya bastante estable. Eli cuenta haber visto ahí rubios, esos para los que usaríamos luego un ”normales y corrientes»; atisbo el cuerpo tapado por ropas y ropas de lo que mi estereotipo avisa que es una gitana rumana. También un carrito de los de llevar chatarra. Suena música de radio, uno de esos ritmos latinos maltratados. Hay una rata muerta. Todo está muy escondido entre la maleza, aunque si se quiere ver se ve. Para llegar allí hay que meterse por el camino de lo que hasta hace muy poco fue un vertedero. Seguimos por caminitos rodeados de esas plantas de la Pampa, las colas de zorro, tan invasivas y sucias cuando crecen descontroladamente. En una zona bastante despejada se ve una tienda de campaña pequeñita al lado de otra hecha a base de trozos de plástico y madera y un conjunto de enseres difíciles de identificar. Ha llovido esos días y se lo ve todo mojado; una especie de canaleta hecha con una pala nueva claramente a la vista protege esa pequeña fortaleza —¿un refugio?— de la invasión del agua. El espacio no está oculto, pero sí alejado; está en el alto del monte y se contempla desde ahí todo Bilbao. Dentro de la tienda se ven los pies de una persona, un chico, que está descansando. Nos acercamos, sacamos alguna foto, nos vamos. Vemos otro chico, bien vestido y aseado. Desentona con el lugar. Probablemente es magrebí. No hay nada en él que inquiete. Viven ahí y no parece que estén haciéndolo desde hace poco ni para poco tiempo

Un paseo pues. Raro. Strava lo tiene en su registro. La cosa está en donde el camino deja de ser lineal y se ve que vamos de adelanta para atrás…