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Operarios de la memoria en el aire

Gabriel Gatti

Bilbao-Valencia, 23 de febrero de 2023

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Después de un cierto tiempo sin poder viajar a hacer proselitismo de mis cosas, de la sociología de la desgracia —perdonen, es que para hacer ese trabajo que es el mío me toca ser caustico—, he iniciado durante el mes de febrero de este año una pequeña serie de viajes que me han ayudado a recordar cuál era mi lugar en el mundo (académico) hasta hace poco. Y bien, me alegró retomar eso.

Fui a Castellón, a dar una conferencia en un ciclo en donde las palabras clave eran memoria, víctimas, también justicia, un ciclo en el que en esa serie puse otras palabras, unas que dialogan muy bien con ellas, como desaparecidos o abandono. Bien, ya digo, mi rol. Contento, ya digo, de verme de nuevo entre desgraciadólogos sociales. Recuperé sensaciones de esos tiempos en los que mi condición de desaparecidólogo —es lo que soy, qué le voy a hacer— era tan manifiesta que hasta llegaba, en modo muy menor, a cierta fama. ¿No es grotesco?

El caso es que iba viajando en el avión —un Bilbao – Valencia, una horita de vuelo, poca cosa—. Como todo buen oficinista 2.0 aprovechaba el viaje para hacer otras cosas: coordinar un viaje a California para presentar mi libro, conversar con la editora de Turner sobre la distribución de algunos ejemplares en la presentación del libro en Madrid, en Bilbao, y en París, intercambiar algunos mensajes con activistas en Bilbao para poder visitar algunos refugios singulares y aprovechar es viaje para hacer contactos con sujetos interesantes que me diesen acceso a cosas en las que el ojo curioso de nuestro proyecto tiene puesta la mirada… Todo así, entre oscuro y glamuroso. Mi vida normal hasta hace más o menos un año.

Contento con recuperarla por un rato, me encuentro en el avión con algunas de sus evidencias pesadas, la cosa experta. Me la encuentro de cara, de sopetón; es una operaria de la memoria del Gobierno Vasco, a la que hace al menos 8 años no veía y con la que, por su tendencia a la institucionalización de lo que no se debe institucionalizar para funcionar bien, me distancié. Estaba un asiento delante de mí, en la fila de al lado. Recordé al verla sus maneras, algo despóticas, su prepotencia, el maltrato que sufrieron en un seminario al que la invitamos víctimas no reconocidas, el amor al poder. Institución, poder, reconocimiento. Las cosas que no encajaban encuentran su encaje, y cuando lo hacen, ay, cómo chirría todo eso.

Y ahí seguía, como el dinosaurio de Monterroso; no parecía que nada hubiese cambiado en mi ausencia. Nada: manipulaba un informe sobre la tortura en el País Vasco, uno firmado por otros sujetos de presencia común en el mundo del humanitarismo local y planetario; estudiaba cifras, miraba gráficos, se disponía a contar hechos ante un auditorio que le esperaba ansioso de saber qué se hacía para que la realidad fuese más digna de lo que es. Ay, qué pena.

Mientras, ajeno, yo preparaba mi conferencia sobre las nuevas desapariciones. Ajeno dije… qué cachondo, que falso.