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Refugios expuestos III

David Casado Neira

Ourense, Febrero de 2022

 

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No deambulo, ando el orden del mundo

Tengo que reconocer que siempre me fascinaron. Esa pareja desigual de madre e hija, una grande, la otra pequeña, una morena, la otra rubia. En algún lugar creo recordar haber leído o escuchado a un periodista comentarme que no eran realmente madre e hija, su filiación era otra. Siempre se las veía sentadas en el mismo banco de la ciudad. Siempre cargadas de bolsas, casi siempre discutiendo en un volumen que me traía a la memoria el barrio de mi abuela, con la gente hablando a gritos en la calle, un idioma que me costaba entender en esa fiereza aunque fuese el mío. Esa calle en la que siempre me sentí extraño, porque sabía que allí regían otras lógicas que se me escapaban. A veces me quedaba cerca de ellas solo para oírlas hablar. Nadie podía pasar a su lado sin evitar oír sus discusiones. El contenido de la conversación era irrelevante para mí, siempre ininteligible. Su entonación y el vocabulario me fascinaba, era el de otros tiempos. Sí, dejaba salir mi voyeur más infame, o en otras palabras, tenían para mí, interés sociológico (que suena mejor pero es lo mismo).

Desde hace unos días solo está la más joven, con más bolsas y en silencio. Ella y la madre fueron desahuciadas en 2005 y desde aquella duermen en la calle. Ahora Almudena [nombre ficticio] está sola y busca un refugio, pero para sus cosas, después de que la echasen del bajo en donde estaba durmiendo: “No sé dónde dejar mis cosas”. Ahora no tiene con quien hablar, tampoco pide, solo traslada con ella cosas en bolsas y dos maletas, cada vez más bolsas. Tiene el moreno de la gente que está mucho al aire libre, de quien permanece a la intemperie o en el campo o en la calle. Un color de piel de antes, como su forma de hablar, de otro tiempo.

Siempre bien arreglada, vestida y peinada después de dormir en los portales. No se pudo quedar en el piso que compartió durante años y, creyendo en la prensa local, después de que una amiga le dejase una habitación, a la que no se adaptó, de probar a dormir en un “albergue de las monjitas”, ahora está en la calle, porque no se adaptaba. Sus compañeras de residencias, declara, le robaban y eran mala gente.

Se pasa los días recorriendo los trayectos que hacía con su madre. Ahora sola. Una y otra vez por las mismas calles y los mismos parques, los mismos bancos en los que volver a posar sus bolsas. Puede llegar a tener un lugar para sus cosas, puede llegar a tener una habitación en la que dormir. Pero intuyo que aquí hay un refugio del que se puede hacer una cartografía convencional: de los recorridos del día a día que se repiten, que permiten a Almudena seguir estando con su madre. Me la imagino en un walkabout aborigen, reproduciendo el orden del universo una y otra vez en ese recurrente caminar. Creando una cartografía para al transitar ,mantener el sentido y significado del mundo activo, no para visualizar el territorio.

No estoy seguro de que Almudena pasee o deambule, creo que anda su mundo, por eso no vuelve a una habitación. Su hogar ya no existe. Anda con sus bolsas, sus maletas y las cenizas de su madre en una caja.