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Una sala de estar

David Casado-Neira

Ourense, junio de 2022

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El viaducto atraviesa la ciudad por entre las casas. A un lado y otro de la vía del tren se despliega una pequeña zona verde. Se forma así un triángulo urbanizado entre la salida del túnel, los márgenes de la vía del tren ajardinados y una carretera bien transitada que discurre entre el río, y un centro comercial y un parque. No se trata de un margen, es una de esas raras conjunciones en el tejido de una ciudad en la que se mezclan cosas diversas en una armonía extraña. Un trozo de barrio obrero adecentado y enganchado al tejido urbano: de un lado de la vía edificios sindicales y las instalaciones de Cruz Roja Española, del otro la comisaría de la Policía Nacional y un colegio.

Es media tarde, paso por debajo del viaducto y veo un grupo de seis adultos, tres parejas entre 20 y 30 años, de pie en círculo charlando con una cerveza en la mano. Una escena normal de una tarde de buen tiempo delante de cualquier bar en cualquier barrio. Algo no encaja. No hay bar, y no es un botellón: no es la hora, no es el lugar y no son las bebidas que corresponden. Con esa actitud de alerta ante indicios sigo avanzando a la vez que miro y veo. Al lado del grupo un seto oculta parcialmente una tienda de campaña, que parece nueva; en el muro del viaducto, aprovechando una cornisa de piedra, hay instaladas cuatro cajas de plástico con ropa doblada a modo de armario. Se desprende cierta voluntad de permanencia, no parece la provisionalidad de alguien que esté de paso. Quizás se trate de un deshaucio. Por mi cabeza ronda una de esas viejas, y odiosas coletillas: pobre pero limpio.

Me inquieta la imagen, no ya por lo que supone (sinhogarismo, desahucio, precariedad; esas cosas a las que nos hemos hecho resistentes y que observamos con cierta inmoralidad), sino por la incapacidad de encajar la imagen en un patrón familiar. Se ha trasladado a debajo de un puente una sala de estar. Como en una vivienda habitual, el dormitorio no está a la vista de visitas, ni vecinos, aunque se puede intuir detrás de una puerta entornada, y entreveamos una cama bien hecha y un armario ordenado. La sala de estar está para recibir, y quien mire hacia allí es un extraño que está irrumpiendo en la privacidad de un hogar expuesto.

De la misma manera que se compran pisos en barrios con buenos servicios, aquí se han instalado casi a las puertas de la Cruz Roja. No sé si interpretarlo como una decisión eminentemente práctica, un acto de reivindicación, o una casualidad. Hay una tensión entre una situación anómala y la naturalidad de la estampa. No hay huellas de ese ethos de cazador recolector que acompaña muchas veces a los sin techo. Aquí se trata de la pequeña burguesía en un hogar sin paredes.

Beben sus cervezas tranquilamente, charlan de banalidades o sobre la catástrofe, están concentrados en su círculo y ajeno a lo que sucede a su alrededor. Las plantas alrededor, las paredes de piedra, un balcón con vistas al parque, el río puede ser un cuadro al óleo, la calle la televisión: una sala de estar. Solo falta el sofá.