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El juego del escondite II

Álvaro Villar

Bilbao, 27 de febrero de 2023

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Volvió el invierno, créanme. O quizás se nos olvidó hace un par de semanas hasta que, hoy por la mañana, hemos vuelto a ver el termómetro con una cifra. Lo he visto en la calle, cuando bajaba a hacer un par de recados desde mi 6º piso sin ascensor, por las mismas escaleras que meses atrás sirvieron de escena a una intervención policial rutinaria, infructuosa. Apunté entonces, como buen alcahuete o como etnógrafo de guardia —acaso es lo mismo—, una conversación sin sentido en la que un policía autonómico trataba de identificar a un chico empadronado en el piso de abajo hablando con un vecino al que no pongo nombre ni cara, y que daba evasivas amables con acento árabe.

Esta vez el confundido soy yo. Media hora después, he tenido que parar en seco con las bolsas del Carrefour a cuestas, cortando la inercia que uno coge para subir las escaleras de par en par. Hay alguien, o algo, o al menos lo ha habido, en el hueco de apenas medio metro que separa el camino por donde se accede al rellano del armario que utilizan las mujeres de la limpieza —hacerlo inclusivo sería tramposo—. Normalmente es el hueco donde el vecino del quinto, o cualquiera de sus dobles, amarra el patín eléctrico con una cadena candada. Hoy hay una manta apretujada, con un bulto en medio que alisa los pliegues y rodeada de pequeños objetos, o basura, o basura para mí pero pertenencias para alguien. Son bricks enanos de zumo, frutas empezadas y tres o cuatro bolsas de supermercado vacías y vueltas del revés. A la que subo el primer tramo, me asomo por la baranda interminable de la foto varios segundos, compruebo que el montoncillo se mueve, que es una persona y que, a juzgar por la ruidera que acompaña la respiración, está durmiendo y bien profundo.

Conforme subo los escalones voy rumiando la situación, caigo en la cuenta de que el hueco coincide con el lugar donde arrancaría la obra de ascensor que hay planificada desde hace 5 años y que —como tuvo a bien advertirme el casero el día que firme contrato— revalorizaría par arriba los alquileres y las rentas del bloque. Pienso entonces en la metáfora del ascensor social, en lo que daría de sí utilizarla para analizar la situación de la persona de abajo, en forma de sociología populista, lacrimal. Ahorraré las líneas. Pienso también en la novela La vida, instrucciones de uso, escrita por Georges Perec y que habla de la vida intramuros —en el sentido gráfico de la palabra— de una comunidad de vecinos en número 11 de la calle Simon-Cubrellier, en París. Un relato genial, plagado de descripciones maniáticas, inasumibles, en el que el autor describe los mundos de vida abiertos entre los ocupantes permanentes y temporales de cada uno de los huecos de lo que uno se imagina como una manzana gigantesca con paredes de papelina, permeables. En la novela, el rellano es un lugar de paso y contacto, donde se cruzan trayectorias y donde los vecinos se tropiezan, sospechan, se alían y riñen. Es una estancia más.

Ya en el 4º piso empiezo a pensar en el estatus administrativo del hueco de abajo y vuelvo a echar un ojo, más atento y más de lejos, para ver si sigue la manta. Recuerdo que donde vive mi familia está prohibido cerrar con llave las casetas de campo levantadas fuera del vallado —aunque sean propiedad privada— ante la amenaza de lluvia o la posibilidad de que alguien se vea forzado a dormir al raso en temporada invernal. Cosas de pueblo. Me viene a la cabeza también aquella normativa madrileña comentada en una de las reuniones del grupo, que habilitaba el mobiliario de la calle, los bancos, las farolas y quizás las señales, como lugar de empadronamiento para que todas aquellas personas en situación de calle tuvieran terruño en el que ubicarse, con el fin de facilitar los trámites con la administración a la hora de solicitar ayuda asistencial. Cosas de capital. Y a los pocos minutos, aparezco en el 6º.

A la media hora de pensar todo esto me vuelvo a asomar a la barandilla interminable desde arriba del todo, preocupado por la estampa anterior. Apenas hay rastro de nada, el inquilino se ha ido.